Los Tiempos Breves

Cuando estudiaba en la universidad, entendí que no hay mal que dure cien años, ni bien que nos mantenga en gracia eterna. Lo único que permanece es la certeza de que la carne envejece, y que el tiempo cambia el significado de las palabras.

Tenemos que aprender a capturar los momentos, microenamorarnos de ellos, como lo hacemos con esa mariposa que encerramos en un envase de cristal. Nada nos prohíbe atesorarlos, porque para eso existen: son esas sonrisas que llegan para ser disfrutadas, esos mimos que se tatúan bajo la piel. Pero nadie puede mostrar sus dientes por tiempo indefinido, a menos que sea un maniquí en la vitrina. Somos transeúntes en un hilo de vida, armados con un arsenal de recuerdos.

Las partidas duelen. Pero esa sensación es sólo celo y sentido de pertenencia. La espina que no aprieta, no puede doler. Nada tiene realmente dueño, sólo circunstancias que nos entrelazan. Lo que nos quiebra es la adicción a la presencia, y es la naturaleza humana. Somos entes gregarios, aprendemos a necesitar llenar huecos, en lugar de reconocerlos y vivir con ellos.

Cuando estudiaba en la universidad, aprendí que las únicas caricias eternas que tanto recitan, sólo existen en los libros, y en música que suena un tiempo, y luego cansa. Son “siempres” que sólo permanecen contenidos en el vidrio de los tiempos breves.

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