La Muerte De Katerina: Día Cinco

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Hoy me encuentro al borde de mi cama, mirando las telarañas que se forman en el marco de la ventana. Observo también mis uñas carcomidas, y las cicatrices en mis muslos, en mis brazos. Me siento muerta, más mi pecho respira, y mi piel siente.

A lo lejos se escuchaba el crujir de las olas, el cual fue interrumpido por el delicado tamborileo de unos pasos, y una voz tenue que susurró “mamá”, como onomatopeya de mi vientre.

¡Mi bebé había crecido tanto! Parece que fue ayer cuando nació, y antes de ayer cuando le fue regalada a mi vientre. Fue uno de esos obsequios que no pides, no quieres, pero te ves obligada a utilizarlo, a vivirlo, a amarlo.

Se parecía tanto a mí, su piel blanca y su cabello suave, el cual caía como una cascada sobre su delicado rostro. Pero existía algo de quién la engendró, aquel maleficio que se apoderó de mi cuerpo sin mi consentimiento. Era su mirada, la determinación, la sed de obtener lo que desea, así signifique destrozar todo a su alrededor. Cada vez que peinaba su pelo, o arreglaba el cuello de su camisa, no podía evitar pensarlo.

Han pasado ya cuatro años, pensé, cuando escuché su voz entonar mi nombre. Maldito sea el día en que fuiste creada, pequeño demonio. Bendito sea el día en que naciste, pequeño ángel.

Cuando miré, estaba recostada del marco de la puerta. Primero pensé que tenía un juguete en sus manos, pero luego distinguí el matiz metálico que distinguía a la muerte súbita. Corrió a donde mí, y con una dulce sonrisa, apuntó hacia mi rostro, y antes que pudiera decir o hacer cualquier cosa, me parece haberla escuchado decir “bang”.

Me rodeaba una oscuridad lúgubre, me sentía ajena. Lo único familiar de este paisaje era el sabor a sangre, pero condimentada con un sazón metálico.

Cuando mis ojos se aclimataron al medio ambiente, pude ver una niña gigante y deforme mirándome detenidamente. Su piel se veía áspera y morada. Sus ojos, burlones. Sus pies, descalzos y sucios, al igual que el vestido blanco que llevaba. Su cabellera goteaba sudor, y parecía una red de algas llenas de mar. Sus manos, una de ellas sosteniendo una Colt que yo había comprado hacía poco menos de cuatro años.

Creo que mi respirar susurró Graciella, pero ella no escuchó, sólo me miraba con ojos curiosos. Debe ser porque mis labios no se movieron. Luego, comenzó a reir, y acercó su mano a mi frente. Traté de agarrarla, pero no me pude mover. Sin más remedio, vi como humedecía sus dedos en el torrente de vida que salía de mi rostro, los llevó a su boca, y los dejo caer por su cuello.

Mi subconsciente quería vomitar, pero mi cuerpo no respondía a ninguna orden de mi cerebro. Me sentía como una muñeca inerte, una marioneta sin titiritero. Sólo podía observar lo que tenía de frente, una versión grotesca del producto de mis entrañas.

Su risa, ahora burlona, no mermaba. De manera muy juguetona, se dio media vuelta, y corrió hacia la puerta. Alcancé a escuchar sus pasos bajando las escaleras.

Katerina se encontraba en el suelo, recostada de un lado de la cama, casi sin rostro. Su respiración era débil, y temblaba su pierna derecha. La mayoría de sus expresiones faciales se encontraban sobre la cama, el resto, quien sabe dónde.

El el primer piso, la niña correteaba nerviosa con la pistola en sus manos. Subía los escalones, miraba de reojo el cuerpo de su progenitora, y los bajaba, como quien no sabe que hacer.

Mamá parece una muñeca, ahí tirada.
Mamá no se mueve, ni hace nada.
Mamá está casi desangrada.
Mamá ayúdame, estoy asustada.

Me sentía muy mareada, y cuando finalmente me puse mover, lo que vi a mi alrededor fue un mar oscuro, del cual saltaban pequeños peces verdes. Me encontraba en un barco, como esos de pesca, tripulado por mucha gente. Se escuchaban murmullos casi inaudibles, acompañados del zumbido constante del motor.

– “¿Abuela?”

– “Shhhhh… Que no te oiga…”

– “¿Quién?”

Y señaló a un pequeño individuo que tenía una pequeña libreta y un lápiz. Era un enano, muy corpulento para su estatura, de aspecto isleño. Llevaba el cabello trenzado a la altura de los hombros, ropa oscura, y una capa que parecía color marrón. Se volteó a mirarme, al igual que todos en aquella embarcación, y se acercó con pasos muy rápidos.

Cuando lo miré a sus ojos, eran vacíos. Eran sólo una cuenca con un brillo, o al menos, eso parecía. Alzó su mano, y desde su altura, me dio una bofetada.

– “Shhhhh… Aquí el que habla soy yo. Tu ya no tienes ese derecho.”

– “Pero, ¿quién coños es usted?”

Y otra bofetada cruzó mi rostro, pero esta vez lo abofeteé de vuelta, y como acto casi instantáneo, las manos de abuela envolvieron mi cuerpo, me acercaron al borde de la embarcación, y me lanzaron al agua.

Mientras me hundía, tragaba de aquel mar, cuyo sabor era putrefacto. No era profundo, rápidamente toqué su fondo arenoso y áspero. Abrí mis ojos, y todo era rojo, parecía un lago de vino, con sabor a muerte. En el fondo yacían miles, tal vez hasta millones de huesos. Con un impulso, nadé hacia la superficie, sólo para ver un cielo, también rojo. A lo lejos vi tierra firme, y nadé hacia ella. A medida que me acercaba, distinguí una pequeña niña sentada con sus piernas cruzadas.

– “¿Graciella?”

Ella me miró, con ojos perdidos, llorosos y deformes. Se veían mucho más pequeños de lo que son en realidad. Se veían muy pequeños para cualquier rostro.

Cuando me acerqué más, nos abrazó un manto de oscuridad. Era todo una noche sin estrellas, dónde sólo se escuchaban nuestras respiraciones. Ni aquel mar hablaba. Y repentinamente se hizo claridad, pero de la que ciega, y un trueno ensordecedor.

Aquel era un pasillo redondo y gris férreo. Se escuchaba un eco murmulleante, producto de la conversación entre cientos de cuerpos morados, desnudos y sin sexo. Sus rostros no tenían facciones, pero todos reclamaban un pedazo de Katerina.

Se acercaron, y primero comenzaron a tocarla. Luego, la tiraban de los brazos, la mordían, la llamaban por su nombre. No podía correr, no había lugar para la huida. Trataba de dar la pelea, pero sus esfuerzos eran inútiles.

Sentía las mordidas desgarrantes, y el dolor la atormentaba. Sentía el deseo de morir, pero nadie le complacía, sencillamente arrancaban pequeños trozos y los engullían, como una de esos rituales canibalísticos que nadie se atreve a mencionar.

Cuando miró a lo lejos, disinguió a su hija, sonriendo en una esquina, como disfrutando aquel perverso espectáculo.

– “¡Maldita seas! ¡Te odio! ¡Mal nacida! ¡Maldito producto de la puta violación!”

El ambiente se tornó inmóvil. Todos parecían mirarla estupefacta, y Graciella comenzó a llorar. Aquellos entes retrocedieron, lentamente, mientras la niña se acercaba. Con una expresión rábida, y de un mordisco, engulló la cabeza de su madre, sin permitirle ni un respiro de consuelo.

Su lengua acariciaba mis tobillos, mis muslos y mi placer. Mi cuerpo lloraba un río de éxtasis, al sentir el calor de su boca y sus dedos dentro de mi. Gemíamos, ella de deseo, yo por lo delicioso que se sentían aquellos besos embriagantes.

Cuando abro los ojos, se encuentra mi pequeña con sus manitas acariciando mis senos. Sentía un placer horrorosamente incorrecto. Traté de moverme, pero no podía, mi cuerpo era presa de unos amarres que no podía ver.

No hagas eso, por favor.

Pero continuaba con su juego y sus caricias, mostrándome una mirada perversa. Y descendió nuevamente a acariciarme entre mis piernas con su boca húmeda. Y me penetró, una y otra vez, no sólo con sus dedos o con su manos, sino hasta con su pequeño y delicado brazo infantil. Sentía como llenaba todo mi espacio vacío con su exploración.

Y aquel incómodo placer se fue convirtiendo en un desgarrador dolor, cuando comenzó a introducir, primero su otro brazo, luego su cabeza, y lentamente su pequeño cuerpo. Grité, fuertemente, y nuevamente me cegó ese maldito resplandor imposible.

– “Llévatela, el pulso es débil, pero respira” – conversaban unas personas enmascaradas, a quienes casi no podía discernir.

– “Chiquita, todo va a estar bien, no te preocupes. Mamá se va a mejorar.”

Mi hijita me miraba, pero yo me encontraba imposibilitada de hacer cualquier gesto o movimiento. Traté de sonreír, pero lo único que logré fue exhalar.

Y ahí estaba, robando mi atención, un destello plateado justo al lado mío. Y con lo que me restaba de fuerzas, tomé esa Colt en mi mano izquierda, la acerque a mi cabeza… Bang, repetí en mi mente, y todo se volvió gris.

La Muerte De Katerina: Día Dos

Ver el “Día Uno”…

“Háblale.”

“No, háblale tú, que estás cerca de su oído.”

“Katerina” – susurraba – “¡Tan grande y tan pálida! ¡Tan gris!”

Con un giro de su cabeza, una de las diminutas arañas cayó al suelo, mientras la otra se aferró fuertemente a su oreja. Con un poco de impulso, entró en su oído.

Ahora su voz era estruendosa: “Ahora soy parte de tu pensar. ¡Me tienes atrapado en esta mugre! ¡Seré parte de tu carne y de tu cerebro hasta que mueras!”

Desesperada, Katerina tomó unas tijeras, y comenzó a rascarse violentamente los oídos y la cabeza. Sangre se disparó explosivamente, y un alarido escapó sus labios.

Ahora, la voz reía maniacamente: “¡Puta gris, llegué para quedarme!”

Sin poder aguantar más, corrió desde su baño hasta su cuarto en el segundo piso, y de un salto atravesó aquella ventana de cristal que una vez sirvió de marco para su cuerpo colgado.

Escuchaba los gritos en su interior, pero también sentía la brisa abofeteando su rostro.

Súbitamente, la yerba fresca acariciaba su cuerpo, y las voces eran ahora mudas.

Cuando abrí los ojos, vi unos pájaros negros volar justo frente a mis ojos, tan cerca, que parecía que se iban a enredar en mis largas pestañas. Traté de alcanzar uno con mis manos, pero desapareció entre mis dedos.

Me levanté, y pude admirar aquellas flores extrañísimas que vestían el patio de mi casa, las cuales hacían cosquillas en mis pies. Eran pequeñitas, negras, y con su centro rojo. Caminé sobre ellas, alrededor de una casa muy similar a la mía, pero no creo que lo fuera, porque esta era vieja y descolorida. Además, mi casa tenía tejas color ladrillo brillante, y las que veo tienen el color de la sangre seca. Decidí alejarme un poco, porque su olor a humedad me daba náuseas.

Más adelante, pude divisar un cuerpo inerte en el piso. Tenía un parecido conmigo, pero no era yo, pues yo estaba aquí. Era como una reflexión de espejo, pero inmóvil, y con su cara cubierta de sangre, vidrios y astillas. Había unas tijeras que salían de un ojo.

Di media vuelta, y cerré los ojos. Podía escuchar el zumbido del viento, y sentirlo en mi rostro. Podía saborear la grama fresca. No era ni de noche ni de día, no veía ni sol ni luna: era todo una tétrica penumbra. Poco a poco se iba aclarando mi memoria. Debo estar muerta, pero es tan distinto a la primera vez que lo estuve. La magia había sido reemplazada por un aroma a miedo.

A lo lejos, divisé una pequeña cueva, hacia la cual me dirigí.

La entrada estaba cubierta por un musgo marrón, como espumoso. Se escuchaba un eco reconfortante en su interior, así es que entré. Creo que escuchaba música. No, eran pequeños gemidos melodiosos. Eran voces que exhalaban el placer de la carne. Me percaté que esta profundidad húmeda tenía un olor a mar, un aroma sexual.

A medida que me iba adentrando en la cueva, el olor se intensificaba, y los gemidos se escuchaban más fuertes, y poco a poco mi cuerpo enloquecía. Sentía el placer extraño de quién hace travesuras y es observado secretamente. Me recosté de una pared y me deslicé hasta su suave suelo. Acaricié mis senos, pellizcando mis pezones. Aquel olor acariciaba mi cintura y mis muslos. Con mis manos, exploraba los menudos vellos que rodeaban mis entremuslos, y acariciaba aquel pequeño pedacito de carne que iba cobrando rigidez. Mis suaves gemidos hacían compañía a la musicalidad de aquella gruta. Mi cuerpo se encontraba húmedo con perspiración y lujuria.

Sentía unas manos invisibles haciéndome el amor, inundando mi boca con su éctasis, y acariciando mi cuello con su lengua. Junto a las naturales contracciones orgásmicas en mi vientre, sentí algo moverse, justo ahí adentro. Súbitamente, mi placer se convirtió en una desgarradora agonía. Unas patas antropoideas salían del núcleo de mi placer, rompiéndome, como un parto, pero no uno humano. Fatigada pude observar como una gigantesca araña cubierta de sangre huía de mi cuerpo, caminando por las paredes de aquella tenue cueva. Aquel horrendo animal cruzó un enorme acantilado, hasta llegar al otro lado.

A medida que la araña se alejaba, dejaba atrás, como rastro, un fino hilo sedoso, que formaba un puente entre ambos lados del vacío.

Perseguí con mis ojos aquella tela sedosa, hasta llegar a su origen, donde se cruzaron nuestras miradas. Ella reía burlonamente, y repetía: “Eres gris. Ayer eras gris. Aún adentro de tus oídos mugrientos, sigues gris, como ceniza de cigarrillos, como el polvo de tus huesos.”

Me armé de valor, y decidí cruzar aquel fino puente para confrontar aquel maldito ser, que me atormentaba, y que es responsable de estos vidrios que visten mi rostro.

Luego de caminar dos o tres pasos, me encontraba frente a ella. Con sus mil ojos, y conservando una postura estatuesca, me observaba, y con un inesperado movimiento, devoró mi piel. Mi alma huyó despavorida, buscando refugio en las sombras más oscuras de la cueva. Era yo ahora un músculo vacío, frío, y rígido.

Sin poder contenerme, caí al suelo, temblorosa.

Aquella bestia se acercaba, al parecer, a concluir lo que había comenzado, y así lo hizo. Arrancó primero una de mis piernas, luego devoró los dedos de mis manos, y luego, el resto, de un solo golpe.

Sobre aquella oscuridad que digería lentamente a Katerina, se observó una luz. Dos, tres, más rayos de luz, como dedos, o como un cuchillo, entrando por el vientre de la araña. Ella pudo ver su rostro reflejado en aquella luminosidad. Era ella misma, su alma que había salido de su escondite.

Poco a poco, se fue volviendo tenue la luz, y el espacio se iba encogiendo.

Sentía al monstruo encogiéndose a mi alrededor, y lentamente, su piel se convertía en la mía. Ahora, no hay más araña, lo que queda es un pellejo gris sobre mi luz.

Me sentía libre, aunque presa en aquella cueva, cuyo puente sedoso había quedado destruido.

También sentía el suelo caer a mi alrededor. Y yo me derrumbé, también, junto a la cueva.

La luz entró a través de uno de sus párpados, y junto a ella, un fuerte dolor en todo el cuerpo. Saboreaba sangre, madera y cristal, y escuchaba voces acercándose, junto al llorar de una ambulancia.

Una vecina la agarraba fuertemente de la mano.

“Ya viene ayuda, Kathy, no te preocupes.”

Y ella sonrió. Había muerto por segunda vez, y ahí estaba, de regreso a su cotidianidad, su gris, al igual que ayer. Su respiración era débil, y estaba segura que, lamentablemente, todo estaría bien.

Vampiro

“La eternidad es un concepto imposible de comprender por el hombre, por la naturaleza perecedera de todo lo que conoce.”
Hace mucho tiempo que soy vampiro. He aprendido bastante acerca de nosotros en los libros y en la televisión, aunque la mayoría es ficción. Ni las cruces ni el agua bendita me afectan, ni siquiera atravesar mi corazón podría causarme algún daño: todas son falacias del cine y de escritores con mucha imaginación. Lo único que tengo prohibido es caminar durante el día, porque sólo un destello de luz solar podría transformar mi cuerpo en cenizas. Mas aún así, quién lo puede asegurar, tal vez es también parte de la mitología popular.

Soy vivo, mas evidentemente, no en una forma natural. Soy, como puede imaginar, inmortal.

Puedo escuchar los lamentos de las ánimas y los latidos de un corazón a varias millas de distancia. Mis colmillos son largos, como los de una pantera, y afilados, como la espina de una rosa. Mis uñas parecen de cristal, y mis lágrimas son sangre. Cuando no me he alimentado por largos periodos de tiempo, mi piel irradia cierta brillantez sobrenatural, la cual me dificulta el caminar entre los mortales sin levantar sospechas acerca de mi origen. Y creo que usted, amigo lector, debe conocer el tipo de dieta que llevo, la cual es la característica que más distingue mi naturaleza de la humana. Han sido el tiempo y la experiencia mis mejores compañeros en esta aventura, ayudándome a separar los mitos de las verdades.

Este relato que les voy a narrar describe uno de los sucesos más significativos en mi existencia como caminante nocturno. Ocurrió luego de seis meses de haberme convertido en Vampiro.

Unas nubes grises, las cuales amenazaban con derramarse sobre la tierra fresca, opacaban los destellos de la luna en cuarto menguante.

Podía escuchar el crujir de las hojas al ser acariciadas por el viento; distinguir, mejor que nadie, los colores de los murales pintados en los viejos edificios de la universidad; respirar el delicioso perfume de las margaritas que florecían en bosques lejos de aquí, inalcanzables por la mano del hombre.

Algo que me deleitaba, y aún lo sigue haciendo, era escuchar el murmullo característico de las ánimas de las multitudes.

Allí me encontraba, parado frente al teatro, mi pensamiento dirigido hacia aquel torrente de emociones que emanaba del público, de los actores, del director de la obra que allí se presentaba. En fin, de todos los cuerpos almados que allí se encontraban. Jugué con sus mentes — con todas ellas — y las leía, como quien lee una revista. Me burlaba de sus deseos, de sus miedos, de sus risas y de sus llantos silenciosos, porque yo conocía el verdadero significado de la existencia. Fue ahí donde la encontré.

Su piel era blanca como la nieve; sus labios, como los pétalos de una rosa, suaves y delicados. Su alma tenía una delicadeza angelical y una sensualidad que enloquecía mis sentidos. Pude saborear su nombre en mis labios: Verónica.

Quería robar sus besos, sin quitar su aliento; sentir su piel, sin quitar el color rosa de sus mejillas. Pensar en su sangre recorriendo mis venas me hacía vivir. Sentía nuevamente el delirio humano, el cual había olvidado hace algún tiempo.

Verónica, ven, y dame tu aliento.

Yo estaba recostado de una pared sombría, desde la cual podía estudiar el movimiento de las multitudes entrando y saliendo del teatro, y, al mismo tiempo, ocultar el extraño resplandor característico de mi piel. Contemplaba la puerta de salida del teatro, donde ella aparecería.

Poco a poco, la penumbra que envolvía aquel lugar dejaba entrever una figura. Ahí estaba, bella en un vestido rojo, que resaltaba irresistiblemente la palidez de su piel. Su cabello estaba recogido, permitiéndome ver claramente su cuello, el cual se extendía hasta el cielo mismo.

Puse mi nombre en sus labios, y aunque me encontraba a muchos metros de distancia, pude ver como se transformaba su boca al invocarme en un débil suspiro.

Ella caminaba hacia la oscuridad que me rodeaba. Nos atraíamos como los polos opuestos de un cuerpo, ahora los polos opuestos de la existencia misma.

Ahí estaba yo, en mi vestimenta impecable. Llevaba una camisa negra de mangas largas y unos pantalones gris oscuro. Mi cabello negro, que hacía juego con mis ojos azabache, caía un poco más abajo de mis mejillas. Mi sonrisa perlada resplandecía, y resaltaban mis colmillos felinos.

Me acerqué a ella, y no sintió miedo: sabía quien yo era antes de ser Vampiro. Ya mis ojos se habían reflejado en los suyos; ya su nombre se había derretido en mi lengua.

Tal vez por eso la llamé. Siempre deseé poseer su carne y su espíritu; siempre quise sentir su dulce beso y su piel bajo mis uñas. Ahora todo era diferente: podía entrar en su mente y leer su espíritu, lo cual hice, nuevamente, mientras la miraba a los ojos.

Verónica sabía lo que yo estaba haciendo, mas no se resistió. Todo lo contrario, me abrió su interior y me mostró sus más íntimos secretos, sus fantasías y sus delirios. Desbordó toda su pasión en un pensamiento que estremeció mi cuerpo. Se acercó a mí, y tomó mis manos heladas, acarició mi rostro muerto, y siguió perdida en mi mirada. Era ella, ahora, quien trataba de buscar en mi alma, pero su condición humana no se lo permitía.

“¿Qué te ha pasado? ¿En qué te has convertido? ¿Qué eres?” – susurraban sus labios, ahora, con un poco de miedo.

Yo estaba ahí, sólo repitiendo su nombre en mi pensamiento. Mis labios eran incapaces de moverse. De la misma manera en que había puesto mi nombre en sus labios antes, susurré en su mente:

Verónica, hace tiempo que mi alma clama por la tuya. Hace tiempo que mi boca delira por tu piel, y mis manos por tu beso. Acércate a mí, y regálame tu hálito. Déjame beber del cáliz de tu cuerpo, y bebe del mío, para así culminar esta desesperación y comenzar una aventura. Vamos a convertirnos en una historia sin comienzo ni final, porque así es mi deseo por ti, infinito.

Ella parecía saber en qué consistía el ritual. Era lo único que los libros y el cine habían logrado reconstruir de la manera más fiel.

Se acercó aún más a mí, soltó su cabellera, y me besó. Aquel beso duró más de una vida, y fue, en ese momento, que se desbordó toda mi pasión. Ella cortó accidentalmente su lengua con mis colmillos, permitiéndome saborear esa sangre, tan llena de pasión y de vida, que circulaba sus venas. Un suspiro y mil gemidos escaparon de mi boca. Un escalofrío recorrió su delicada piel. Mordí mis labios, para que ella también pudiera saborear mi sangre. Al hacerlo, enloqueció apasionadamente. Ahora ella gemía.

Nos habíamos deslizado de sombra en sombra, hasta llegar a un lugar completamente desolado, lejos del teatro. Nuestros labios estaban llenos de una misma sangre; bebíamos de la copa que formaba nuestro besar.

En medio de ese remolino de emociones y caricias, deslicé mi boca desde sus labios hasta su cuello, y clavé mis colmillos de la manera más sutil, ella sintiendo el más delicioso dolor. Dejó escapar un suspiro, y otro escalofrío recorrió su cuerpo de pies a cabeza.

Sus manos encontraron las mías, y con sus uñas desgarró la piel de mi muñeca, derramando mi sangre con la promesa de una vida eterna.

Toma, bebe mi sangre, y sé eterna en tu amor por mí. Eterno soy en mi amor por ti.

Acercó mi brazo a su boca, y bebió. Mientras yo bebía de su cuello, ella bebía de mi muñeca, formando un circuito de vida mortal y vida eterna. Sentía sus senos contra mi pecho. Mi sexo se erguía, lleno de su sangre. Ambos éramos inmortales en nuestro deseo.

Mis manos descendían hasta sus piernas, se deslizaban sobre su piel, jugaban con su cabello, con su vestido, y con la brisa que acariciaba mis dedos y su espalda.

Mis besos viajaron desde sus labios hasta su pecho, desde su pecho hasta su vientre, desde su vientre hasta su pubis. Ella, con una mano, acariciaba mi cabello, y con la otra, mi espalda, ahora caliente porque su vida nutría mi cuerpo.

Mis labios se enmarañaban en su sexo. Mi lengua saboreaba el dulce néctar de su interior. Mi alma escalaba sus piernas temblorosas, se ahogaba en un suspiro al besar su cintura blanca, y renacía en el dulce de su sangre, que bañaba nuestros cuerpos.

Ella rasgaba mi pecho y mi espalda. Yo clavaba mis uñas en sus muñecas, y bebía aquel vino, que chispeaba dulce en mi boca.

En aquel momento, nuestros cuerpos estaban cubiertos por los vestigios de nuestra ropa. Eran, sólo, trozos de tela tintos y húmedos con el rocío de la noche y de nuestro líquido vital.

Yo estaba agotado por la sangre que había perdido. Verónica, aunque había perdido más que yo, había cobrado una nueva fuerza sobrenatural — poseía el vigor de inmortalidad.

Ahora ella bebía de mi cuerpo, de las heridas que tenía en mi pecho y mi espalda, mientras mi sexo buscaba más sentido en su interior. Entre suspiros y gemidos corrían nuestras almas, dándole significado a esa muerte inmortal que ambos estábamos compartiendo en ese momento.

Nuestro éctasis culminó con la amenaza de la luz del alba, en esta primera noche de la aventura de nuestra nueva existencia. Estaríamos, ahora, juntos en un para siempre, a escondidas del Sol, durante todas las noches de la eternidad.

Esa noche murió el cielo. Las almas caían felices a la Tierra, donde pueden sentir, nuevamente, el delirio terrenal.

“ ‘Love?’ I asked. ‘There was love between you and the vampire who made you?’ I leaned forward.

“ ‘Yes,’ he said. ‘A love so strong that he couldn’t allow me to grow old and die. A love that waited patiently until I was strong enough to be born to darkness.’ ”

Fragmento de Interview with the Vampire,
escrito por Anne Rice.

Caminamos rápidamente cerca del teatro, el cual estaba ahora, completamente vacío.

La lluvia, que golpeaba impetuosamente las aceras de aquellos oscuros callejones y humedecía nuestros cuerpos, era la única compañía que teníamos. Nos movíamos tan rápido, que de alguien haber estado en las cercanías, no hubiera podido vernos. Bailábamos al unísono con las sombras.

Nos detuvimos frente a una ventana, la cual estaba iluminada por la luz tenue que ofrecían unas velas. Verónica se acercó y observó sus manos y el reflejo de su rostro en el cristal. El color rosa que habitaba sus palmas y sus mejillas había desaparecido, al igual que la vida como la había conocido hasta ese momento. Poco a poco, se le hacían visibles los colores imposibles de capturar por los ojos mortales. Poco a poco, comenzaba a escuchar los lamentos de las almas. Poco a poco, crecían unos colmillos afilados dentro de su boca.

“¡Qué eres! ¡Qué soy! Mis manos se han vuelto pálidas como la muerte, pero puedo respirar, ver y sentir. ¡Qué es este frío!” — gritaba Verónica, horrorizada y sorprendida — “¡En qué me has convertido!”

Le contesté, esta vez utilizando esa voz, tan natural para los humanos, pero tan olvidada para mí:

“Eres ahora quien siente la pena que acosa las almas, quien escucha el crujir y caer de los pétalos de una rosa. Eres, ahora, una con la noche. También quien le brinda la muerte súbita o la vida eterna a la existencia perecedera.”

“El frío que sientes es la sangre muerta que ahora circula por tus venas, y la nueva vida que estas adoptando. La vida que Dios una vez te brindó te está abandonando; al mismo tiempo, la que yo acabo de soplar en tu corazón sostiene tu alma y alimenta tu cuerpo, y así será hasta el final de tus días, el cual, tal vez, nunca verás.”

“Sé que esto puede parecerte sinsentido. Lo único que puedo asegurarte es que eres Vampiro en la eternidad, y eterna eres en mi amor.”