Que Me Entierren Como Gánster

Cuando yo fallezca
cuando esta barba ya no crezca
que me entierren como gánster
con cadenas de platino y diamantes.

Quiero ser recordado como gigante
y sepultado pomposo y galante
con un gabán de cabello de camello
con bufandas de oro y terciopelo.

Si muero en un río ahogado
que mi ataúd quede siempre sellado
que me recuerden con un afiche
que cuelgue desde un piso quince.

Si muero baleado, masacrado
que me recuerden como Dios alado
reviviendo siempre mi grandeza
que de muerto me mienten alteza.

Y que mi música viva en voces y hologramas.
Y que mis versos los recen todas las semanas.
Y que mi sonrisa se recuerde sincera y perlada.
Y que mi esencia quede como esfinge, eterna.

Cuando yo fallezca
que me envuelvan en seda perfecta
y me entierren como a gánster
y me veneren como a magnate de Harlem.

(Gracias Tupac, poeta callejero)

El Juicio Final

El temblor me despertó de mi corta siesta vespertina, y estremeció mi cuerpo, al igual que lo hizo con el suelo, las paredes, y decenas de personas que aquí trabajamos. Por poco caigo de mi silla del susto.

Levanté mi vista, aún borrosa por la modorra, y vi a través de la vitrina gigantesca varias columnas de humo que se entremezclaban con el firmamento.

— “Siete”, conté en voz alta.

Como moscas adheridas al vidrio se encontraban varias personas, estupefactas, todas testigos del espectáculo. Y así mismo volaron como muñecos de trapo cuando el cristal estalló a causa de la fuerte explosión.

— “…la televisión. Un mensaje del Presidente”, una voz se escuchó a lo lejos.

— “Esta es una época de cambios, de iluminación intelectual”, hablaba pausadamente el intérprete, mientras un gigante rubio murmuraba palabras incomprensibles a su lado. Al otro extremo, el líder de nuestra nación asentía.

— “Creo que habla latín. ¿Quién habla latín en este siglo?”, comentó uno de mis compañeros de oficina.

Y aquella figura, que parecía pintada por Miguel Ángel, quitó su vestidura plateada, y, para la sorpresa de todos, unas gigantescas alas blancas se desplegaron de su espalda, semejantes a las de un cisne. Y rugió, como un trombón.

— “Soy la Estrella de la Mañana. Soy el Fósforo. Soy el hijo de Dios, y llevo aquí, junto a mi ejército, desde antes que el Homo Sapiens caminara sobre el verde y el marrón, construyera el gris, admirara el azul, y se refugiara del rocío. Hemos vivido entre ustedes, siempre cuidándoles y amándoles como si fueran nuestros hijos.”

¿Nuestros hijos?

— “Hoy”, prosiguió, “huestes que moran en el negro sobre nuestras cabezas han venido a traer desastres y calamidad, tal y como lo escribió Juan. Así, como antes lo anunció Gabriel, y hoy lo materializa Miguel. Mis trescientos cincuenta mil legiones ya se encuentran tronando sus trompetas y azotando sus tambores. Tienen sus lanzas y escudos en sus manos. Así mismo, los diferentes ejércitos de los distintos reinados de este tercer cielo ya se encuentran preparados para esta batalla.”

“No les digo que no teman, pues el enemigo llegará con sed de piel y llanto, y no escatimará. Sólo quiero que entiendan lo siguiente, pienso derramar mi sangre, mi cabello, mis alas, mi lanza, y las de mis hermanos, para que los escuden ese Cielo, quien viene a engullirnos a todos. Lo que hoy es luz, mañana será una tiniebla que durará el curso de esta batalla. Pero sepan que cuando se disipe la sombra, seguiremos aquí, ustedes y nosotros, como vencedores.”

“Éste, mis protegidos, es el Último Juicio. ¿Pero con que moral nos juzgará? ¿Él, quien, en su soberbia, no escucha nuestros ruegos, y nos niega su sabiduría? Hoy, con la punta de mi espada Lo señalo, y hoy caerá para ser enjuiciado por nosotros.”

Y aquel ser ultramundano desenvainó una enorme espada dorada, y la levantó como apuntando al firmamento: “Ésta es mi palabra”, concluyó.

Todos permanecimos con la boca abierta. El Presidente se acercó al podio, pero nadie lo escuchó.

— “¡Amén!”, gritó alguien, y muchos aplaudieron.

— “¡Dios habló! ¡Aleluya!”, gritó otro.

¿Ángeles rubios? Esto debe ser un montaje, un mal chiste, pensé. Y como acto seguido, otro temblor nos sacudió. Una señora cayó al suelo.

— “¡Miren afuera!”, gritó un joven, señalando el hueco donde solía estar la ventana, dónde se veían ráfagas de lluvia iluminada golpeando las nubes. Eran disparos de nuestra milicia. Y en ese momento, todo se oscureció, y un sonido hueco, pero ensordecedor, presagió lo inmediatamente incierto.

— “¡Fuego!”, se escuchó a lo lejos. No tuve que voltearme, el fuego descendía de las nubes, y todos los alrededores estallaron en llamas.

Cerré mis ojos, porque parecía inevitable el horrible desenlace de esta escena de ciencia ficción.

Dios mío…

El calor abrazaba mi piel. Olía la carne chamuscándose. Escuchaba los llantos resignados. Y en medio de ese largo pestañeo y luego de un increíble bramido, todo se volvió silencio.

El Tercer Tipo

1975

El Plymouth Cricket azul frenó, y si no llega a ser porque ambos se encontraban en uso de su cinturón de seguridad, hubieran atravesado el parabrisas con sus rostros.

Justo al frente, un carruaje cargado sobre los hombros de decenas de huestes celestiales huía mudo, y a toda velocidad, hacia el cielo: eran ángeles de distintos colores elevándose de la Tierra con velocidad divina.

Como acto seguido, un terremoto sacudió el automóvil de la pareja. Fue el impacto de otro conductor boquiabierto por el espectáculo que acababa de presenciar.

Nuevamente, aquel cinturón de seguridad les salvó de cualquier evento lamentable: desde complicaciones en el embarazo de mi madre, hasta de la muerte misma. El único daño recibido fue una abolladura en la defensa.

1979

Miré hacia el lado, y un destello de luz me cegó. Era el reflejo de una cruz que mamá había colgado de la pared, para que me ofreciera protección contra los malos espíritus.

Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…

Pero seguía ahí, aquel Cristo de plastico animado mirándome fijamente, con sus manos haciendo gestos para que me acercara.

Cubrí mi cara con las sábanas, pero el resplandor era tal, que las atravesaba sin dificultad. Distinguía su piel pálida y sus ojos vacíos, como cuencas sin vida de una calavera.

— “¡Mamá!”, grité desde la profundidad de mis pulmones.

Ella llegó en una fracción de minuto, para apaciguar mi miedo ante aquella aterradora visión. Al encender la luz, la habitación se mostró en calma, con aquel Jesús siempre pacífico y dispuesto a vigilar mi sueño.

— “Calma, fue una pesadilla”, me decía con su dulce voz. Y con los ojos llenos de lágrimas, volví a dormir.

1983

Salí a buscar un vaso de agua a la nevera, pero me distrajo un movimiento que divisé por la ventana, que permitía vista al patio, en la parte de atrás de la casa. Caminé hacia la sala para poder ver mejor.

Coloqué el vaso de agua sobre una mesita que había junto a una pared, y mi boca se abrió, estupefacto. Era un disco con luces de múltiples colores, como salido de una película de ciencia ficción.

— “Estoy soñando”, me repetía en voz baja. Lentamente, perdí el control de mi cuerpo, y no me podía mover. Trataba de gritar, pero las letras colgaban mudas de mis pulmones.

Entonces, súbitamente y de un salto, desperté en mi cama, y arropado hasta el cuello.

1984

De madrugada, me despertó la sensación de ser observado. Cuando abrí los ojos, estaba ahí parado este ente blanco e iridiscente, de ojos gigantes, oscuros y profundos. Su boca era una pequeña línea en su pequeña mandíbula. Su rostro no tenía expresión alguna. Sólo me miraba, casi hasta con un aire de ternura.

Nos observamos unos instantes. Su gran cabeza asemejaba al fantasma Gasparín. Además, al igual que un espectro, parecía flotar sobre los pies de mi cama, y aparentaba no tener extremidades.

Grité, pidiendo ayuda, y debo haber despertado a la mitad del vecindario. Llegó mi madre, encendió la luz del cuarto, y se quedó conmigo en lo que recobraba el sueño.

1996

Entre risas y caricias, y ocultos tras unos vidrios empañados, nos besábamos y conversábamos en mi Corolla del ’93. No era la primera vez que iba ahí, aquella playa vacía era uno de mis lugares favoritos. Nuestra compañía eran la arena, el Océano Atlántico, la luna, y una multitud de estrellas, que bailaban sólo para nosotros.

— “¡Mira mi cielo, estrellas fugaces!”

— “Parece que es una lluvia de estrellas. ¡Wow, mira que muchas!”

Pasaron los minutos, y aquel espectáculo se intensificó, con una peculiaridad: aquellas estrellas no surcaban el cielo como meteoritos, sino que formaban patrones geométricos. Se desplazaban en línea recta, formando triángulos y cuadrados imaginarios. Estos movimientos asemejaban una maniobra militar de la fuerza aérea. Gradualmente, puedo estimar que decenas de esas luces aparecieron en el cielo, no sobre nosotros, pero a lo lejos, sobre el mar, y parecían sumergirse, y regresar al cielo.

Parecía un hormiguero de cabezas de alfiler marchando sobre un pedazo de tela negro. Y así mismo como comenzó aquella insólita visión, culminó en segundos.

— “Si le contamos a alguien, no nos va a creer, así es que ya sabes, no viste nada hoy.”

1998

Abrí mis ojos en medio de la clara oscuridad de mi habitación, y lo miré a sus profundos ojos negros. Vestía plateado, y estaba ahí, observándome tranquilamente, como quien observa una cebra en un zoológico.

Sus facciones grisáceas eran familiares, debo haberlas visto en cientos de imágenes a través del Internet y en el cine. Con delicados gestos, movía su enorme cabeza de lado a lado, y miraba un reloj de muñeca.

Traté de avisar a mi esposa, quién dormía a mi lado, pero no me pude mover ni hablar. Las palpitaciones de mi pecho rugían como una fiera atrapada en mi pecho. Sentía como el sudor bañaba mi frente y mi almohada. Pensé en un momento que iba a morir.

En un pestañear, ya mi cuerpo estaba libre, y aquel hombrecillo no invitado ya no estaba. Y de un salto, encendí la luz.

— “¡Apaga la luz!”, me dijo ella.

— “Dame un minuto, que acabo de tener una pesadilla.”

1998

— “¡Giancarlos!”, grité frente su casa, como cuando tenía doce años.

— “¡Gian!, pero nadie contestaba.

Me percaté que no había viento, ni pájaros silbando, ni el vecino lavando su carro, ni se escuchaban las típicas peleas matutinas dentro de las casas. Sólo había unas hojas en el suelo, que cayeron de aquel árbol gigantesco que estaba frente a su casa hacía mas de cuarenta años. Y cuando me acerco a tomar algunas en mis manos, un brazo delgado abrazó mi cuerpo, y otra mano gris tapó mi boca. Con una voz áfona, como pronunciada con el alma, me dijo: No tengas miedo.

Como acto seguido, desperté.

Busqué a mi esposa entre la tenue claridad del amanecer, y al encontrarla, vi como se encontraba tranquila, en la seguridad de su modorra. La abracé, e intenté descansar un poco más sin ningún éxito. El fuerte latir de mi corazón, al igual que la noche anterior, no me permitió conciliar nuevamente el sueño.

2009

Un zumbido metálico interrumpió mi descanso.

Una y cuarto de la madrugada. Y como acto seguido, se activó la alarma de la sala, y luego, todas.

Tomé un bate de beisbol que guardo bajo la cama, cuando sonó el teléfono.

— “Hemos recibido una alerta de escalamiento proveniente del sensor de seguridad de la puerta trasera, otra del sensor de movimiento de la sala, luego del sensor cuatro, del pasillo. ¿Se encuentra bien?”

— “Si.”

— “¿Contraseña por favor?”

— “Claroscuro. Pero no te vayas, déjame revisar la casa.”

Caminé habitación por habitación, y no había ninguna señal que alguien pudiera haber entrado a mi propiedad. Encendí todas las luces, me asomé al patio y a la calle: Nada.

— “Todo está bien, gracias.”

2010

Me encontraba fumando un cigarrillo en el balcón de mi oficina, cuando pude divisar sobre unas residencias a lo lejos, un globo anaranjado que subía y bajaba.

Pensé que era algún tipo de aerostato, un helicóptero, o una estrella fugaz, pero se movía demasiado rápido.

Y así mismo como lo ví, se elevó hacia el cielo abierto, y desapareció. Immediatamente, tomé el teléfono.

— “Victoria, no me vas a creer lo que acabo de ver…”

2022

Abrí los ojos.

Una figura oscura e indescifrable cruza su mirada con la de mi cuerpo inmóvil y somnoliento. Sólo podía distinguir su silueta, que alcanzaba casi el techo de mi habitación.

El terror no me permitió moverme, más allá de los pequeños saltos que daba mi cuerpo con cada latido de mi pecho. Luego de algunos segundos, alcancé fuerzas para volver a cerrar los ojos.

De regreso a la penumbra.

Cinco Putas

En un hito de cabronas
vivían cinco damas mariconas
la fina, la yale, la criticona
la educadita y la mamona
eran cinco moronas
que solían parar bichos
luego limpiar carteras
decía el popular mito
que la mas diestra y certera
te hacía venir el pito
sin bajar la cremallera.

Eran dulces, lindas y astutas
predominantemente putas
les encantaba hundir peluca
luego de meterte las cucas
te dormían diciéndote papi chulo
justo antes de comerte el culo
pero es todo culpa de nosotros
somos hombres bellacos sin coco
que miramos primero el bollo
sin averiguar bien cuál es el rollo.

El Dragón de la Calle Melquiades

Desperté desnudo, desorientado, y con las manos cubiertas de sangre. Mi memoria era un revoltijo de imágenes borrosas, en las cuales nada era inteligible. Creo que tenía carne y pelo en mis uñas, las cuales llevaba un poco largas. Mi boca tenía un sazón mórbido de sangre y vómito.

Me acerqué a una pequeña charca, dónde enjuagué mi rostro y mi cabello. Luego froté mi pecho, y me di cuenta que estaba herido. Tenía un orificio en un costado, como un disparo. Al palparlo con mis dedos, un dolor agudo cruzó meridionalmente mi cuerpo. Me sentí un poco mareado, y me recosté en la grama boca arriba, mirando el sol del mediodía con ojos entreabiertos.

Creo que perdí la cuenta de las veces cuando despertaba en un lugar desconocido, desvestido y malsentido. De hecho, ya estaba acostumbrado a la rutina de robarle su ropa a algún vagabundo, llegar a casa, curar mi cuerpo, como haciendo remiendos de costurera, y continuar mi vida como si nada. Usualmente las heridas sanaban por completo al final del día.

Durante la semana, ejercía como profesor de literatura inglesa en la Universidad de Coralinde, y ya mis estudiantes estaban acostumbrados a mis cortas e inesperadas ausencias.

Todo parte de mi estilo de vida prácticamente perfecto, hasta que se acercó Clara con el periódico de antes de ayer en sus manos.

– “Profesor, siempre que usted se ausenta, ataca el Dragón de la Calle Melquiades. ¿No será usted el monstruo?” – preguntó, con una sonrisa pícara en su rostro.

La miré y le gruñí, como haciendo un chiste. Ella sonrió por compromiso.

– “¿Quieres tomar un café?” – pregunté.

– “Seguro que sí. Vamos, profe.”

Desperté desnudo, desorientado. En mis ojos, el sol naciente. En mis labios un sabor a sangre y lápiz labial. En mis manos, cabello. A mi derecha, un cuerpo de mujer, destrozado. A mi izquierda, la otra mitad del mismo cuerpo de mujer.

Con una pésima combinación de llanto y asco, corrí desnudo por aquel parque, y me encontré de frente con unos policías que hacían su ronda mañanera.

– “Justino Vidal” – repitió el investigador – “háblenos acerca de su noche.”

No tenía absolutamente nada que decir, mi memoria estaba en blanco. Sólo recuerdo un olor a café, una luna en menguante, sus senos apretados a mi pecho, y su suave boca derretida sobre mis labios.

– “Justino Vidal” – insistió – “¿es usted el Dragón de la Calle Melquiades? Este asesinato concuerda con el patrón. La víctima despedazada, como atacada por una bestia. Hay hasta partes que nunca aparecen. ¿Come usted partes de sus víctimas, Vidal?”

– “No. Y no soy el Dragón ese. No sé que hago aquí. Sólo sé lo que aparece en el periódico.”

– “Ahora nos va a negar que usted mató a la joven Clara Montero. Usted no es sólo un animal, sino también un embustero. ¿Quiere ver las fotos?”

– “No. Estuve anoche con ella, pero fuimos atacados por alguien que robó mis pertenencias y le debe haber hecho daño a la muchacha.” – le contesté al policía, con toda la seriedad del planeta.

– “¿Y usted espera que le creamos?”

– “Sí.”

Esta celda era una pequeña y aislada. Me consideraban un prisionero peligroso, aunque realmente siempre fui un caballero con todos ahí, hasta hoy.

– “¡Déjenme salir! ¡Soy inocente! ¡Necesito salir de aquí!”

Pero nadie escuchaba, y a nadie le importaba. Estaba sudando y me dolía mucho la cabeza, asumo que era la ansiedad.

Con cada uno de mis gritos, mi voz cambiaba, y se tornaba más gruesa, más violenta. Estaba perdiendo el control de mi cuerpo, y cada vez aquella pequeña gruta enrejada me parecía más pequeña. Y con un mareo súbito, creo que desmayé.

Abrí los ojos, y no reconocí dónde me encontraba. Uno de los guardias de seguridad tenía un rifle apuntado a mi cabeza.

– “¿Qué ocurrió? ¿Dónde estoy?”

– “Definitivamente, el Dragón de la Calle Melquiades es un apodo muy acertado.”

Aunque me encontraba atado al suelo, pude observar a mis alrededores lo que parecían ser pedazos de seres humanos. Creo que alcancé a contar doce o trece cuerpos, pero puedo equivocarme.

– “¡Dispárale en la cabeza!” – gritó uno de los policías.

– “¿Entonces no recuerdas nada de esto?” – me preguntó aquel hombre, mirándome a los ojos, y con una pistola en mi cara. El sargento tenía la piel abierta en el área del cuello, y mucha sangre en la ropa. No quería ni preguntarle qué o quién había causado esas heridas.

– “¡Quítenle las amarras!”

Se acercaron un par de hombres uniformados enormes, y desamarraron aquellas cadenas. Me puse en pie, y miré mis alrededores.

– “Veinticinco hombres muertos. Doce heridos, incluyéndome a mí. Nunca había visto algo así. Es como una película de terror. Cuénteme Vidal, ¿realmente no recuerda nada de esto? Ah, y no haga ningún movimiento brusco, porque hay francotiradores esperando por mi orden para matarle.”

– “No recuerdo nada de esto. Estaba dormido en mi celda.”

– “Cinco horas tratando de detenerle. Trasladamos a los prisioneros fuera de esta área. Usted es un monstruo. Debería matarle ahora mismo, pero por ahí viene alguien que va a trabajar con usted. ¡Maldito sea, Vidal!”

Me acerqué a su oído, y susurré una palabra: licantropía. Y acompañando mi voz, se abrió fuego contra mi cuerpo. Caí al suelo, sintiendo como me rodeaba una tiniebla espesa y negra, y cómo se me escapaba la vida a borbotones.

Soñando Con Pájaros

Tuve un sueño de lo más extraño.

Estábamos caminando – tú y yo – por la orilla de una playa desconocida, aunque era en Puerto Rico. Te señalé un islote que estaba al lado de una plataforma petrolera, y te dije que ese islote se llamaba “Isla”, porque la compañía petrolera de la plataforma tenía ese nombre. El pedazo de tierra estaba cubierto por unas nubes, y una intensa lluvia.

Mientras andábamos y conversábamos, nos encontramos con un tumulto de gente mirando un hoyo en la arena, de algunos cuatro o cinco pies de profundidad. Aquí se encontraban un cubo de plástico, y tres pájaros moribundos: dos reinitas y un chango. También el mar había logrado su acceso, y estaba inundando lentamente este espacio. Los pájaros se iban moviendo, y se ayudaban entre si, moviéndose a lugares más altos.

Repentinamente, volaron rápidamente sobre las cabezas de la muchedumbre, hacia cielo abierto.

En ese momento, desperté.

El Día Que Murió García Márquez

– “¿Por qué lloras?”

– “Porque se murió uno de los grandes.”

– “¿Pero quién?”

– “Se murió Don Gabriel…”

– “¿El de la esquina?”

– “No, chica, García Márquez…”

– “¿Ah, el escritor?”

– “Sí.”

– “Pero si tú ni lo conoces… ¿Cuál es el llanto?”

– “¡Cómo que no lo conozco! ¿No has visto mi biblioteca personal?”

– “Bueno, sí, pero… personalmente, me refiero.”

– “Ah, no. Pero no hace falta ver a alguien en persona para conocerlo. Lo conozco a través de sus cuentos, de sus historias. Hay quienes viven juntos toda una vida y no se conocen. Hay a quienes conoces con una mirada, un gesto, o como en este caso, con su palabra escrita.”

– “Llorón. Tu eres más mamao…”

– “Claro, tú lo que lees es Cosmopolitan. Lee a ese hombre, y te darás cuenta por qué lloro.”

– “Esos libros son muy largos, olvídate de eso.”

– “Te debiste haber muerto tú, jodida bruta, en lugar de él.”

– “Tú lo que estás es enamorao de ese tipo, maricón.”

– “Es admiración y respeto. Es lamentar la partida de un autor como pocos. Tú nunca vas a entender. Sigue viendo televisión mi’ja, y déjame tranquilo.”

– “Por lo menos ahí ocurre algo tangible.”

– “Te hace falta lectura de verdad, de la que estimula los sentidos y menea el alma.”

– “Los trajes Versace menean mi alma, y me hacen querer menearte la cartera.”

– “Si eso es todo lo que tienes que decir, vete con tu Cosmo y con La Comay.”

– “Sólo si dejas de llorar como un pendejo. Vente, papito, dame esa trompita, y sonríe un poco.”

Luego de un pequeño beso, él sonríe de medio lado. Ella sonríe complacida, se da media vuelta, y se va a ver la televisión.

Ansiedad

…y repentinamente, pero poco a poco, se va apretando tu pecho. El poco aire que queda en el respirar muere lentamente. Buscas, haciendo un esfuerzo inútil, robar un poco de oxígeno de los alrededores, mientras piensas que estás infartando. Tus manos se vuelven heladas y sudorosas. Tus ojos se tornan saltones, tu boca se deforma exclamando alaridos mudos, tu rostro es espejo de la desesperación personificada.

“Estás muriendo” – dice repetitivamente tu pensar.

Tu visión se vuelve nublada, y justo cuando vas a caer al suelo, logras capturar un poco de aire. Luego, un poco más, mientras caminas, haciendo mil ademanes que no significan nada, porque nadie los ve. Sólo tu “yo” interior: tu alma, la que pensabas que se estaba desdoblando, huyendo de tu piel yerta.

Paulatinamente, vas calmando. Aún mareado, continúas respirando, y con las manos frías, vives nuevamente.

Versos Para Versos

Por ahí existen versos alegres
también hay versos verdes
otras son líneas que subvierten
otras son líneas de “querer quererte”.

En algunos rondan las patrias tristes
o la pasión que nos desviste
existen en versos palabras
muchas felices, muchas amargas.

Son diarios de cavilaciones
comienzos y letras de canciones
son nostalgias, memorias atrevidas
son palabras que exhalan vida.

Hay quien dice que son simplezas
yo digo que reflejan pureza
son espejo de rabia y calma
el lapiz es la espada del alma.

Y al que piense que escribir versos
minimiza la altura de los hombros
compañero, le digo que sin poesía
sería casi imposible hasta la vida.