El Juicio Final

El temblor me despertó de mi corta siesta vespertina, y estremeció mi cuerpo, al igual que lo hizo con el suelo, las paredes, y decenas de personas que aquí trabajamos. Por poco caigo de mi silla del susto.

Levanté mi vista, aún borrosa por la modorra, y vi a través de la vitrina gigantesca varias columnas de humo que se entremezclaban con el firmamento.

— “Siete”, conté en voz alta.

Como moscas adheridas al vidrio se encontraban varias personas, estupefactas, todas testigos del espectáculo. Y así mismo volaron como muñecos de trapo cuando el cristal estalló a causa de la fuerte explosión.

— “…la televisión. Un mensaje del Presidente”, una voz se escuchó a lo lejos.

— “Esta es una época de cambios, de iluminación intelectual”, hablaba pausadamente el intérprete, mientras un gigante rubio murmuraba palabras incomprensibles a su lado. Al otro extremo, el líder de nuestra nación asentía.

— “Creo que habla latín. ¿Quién habla latín en este siglo?”, comentó uno de mis compañeros de oficina.

Y aquella figura, que parecía pintada por Miguel Ángel, quitó su vestidura plateada, y, para la sorpresa de todos, unas gigantescas alas blancas se desplegaron de su espalda, semejantes a las de un cisne. Y rugió, como un trombón.

— “Soy la Estrella de la Mañana. Soy el Fósforo. Soy el hijo de Dios, y llevo aquí, junto a mi ejército, desde antes que el Homo Sapiens caminara sobre el verde y el marrón, construyera el gris, admirara el azul, y se refugiara del rocío. Hemos vivido entre ustedes, siempre cuidándoles y amándoles como si fueran nuestros hijos.”

¿Nuestros hijos?

— “Hoy”, prosiguió, “huestes que moran en el negro sobre nuestras cabezas han venido a traer desastres y calamidad, tal y como lo escribió Juan. Así, como antes lo anunció Gabriel, y hoy lo materializa Miguel. Mis trescientos cincuenta mil legiones ya se encuentran tronando sus trompetas y azotando sus tambores. Tienen sus lanzas y escudos en sus manos. Así mismo, los diferentes ejércitos de los distintos reinados de este tercer cielo ya se encuentran preparados para esta batalla.”

“No les digo que no teman, pues el enemigo llegará con sed de piel y llanto, y no escatimará. Sólo quiero que entiendan lo siguiente, pienso derramar mi sangre, mi cabello, mis alas, mi lanza, y las de mis hermanos, para que los escuden ese Cielo, quien viene a engullirnos a todos. Lo que hoy es luz, mañana será una tiniebla que durará el curso de esta batalla. Pero sepan que cuando se disipe la sombra, seguiremos aquí, ustedes y nosotros, como vencedores.”

“Éste, mis protegidos, es el Último Juicio. ¿Pero con que moral nos juzgará? ¿Él, quien, en su soberbia, no escucha nuestros ruegos, y nos niega su sabiduría? Hoy, con la punta de mi espada Lo señalo, y hoy caerá para ser enjuiciado por nosotros.”

Y aquel ser ultramundano desenvainó una enorme espada dorada, y la levantó como apuntando al firmamento: “Ésta es mi palabra”, concluyó.

Todos permanecimos con la boca abierta. El Presidente se acercó al podio, pero nadie lo escuchó.

— “¡Amén!”, gritó alguien, y muchos aplaudieron.

— “¡Dios habló! ¡Aleluya!”, gritó otro.

¿Ángeles rubios? Esto debe ser un montaje, un mal chiste, pensé. Y como acto seguido, otro temblor nos sacudió. Una señora cayó al suelo.

— “¡Miren afuera!”, gritó un joven, señalando el hueco donde solía estar la ventana, dónde se veían ráfagas de lluvia iluminada golpeando las nubes. Eran disparos de nuestra milicia. Y en ese momento, todo se oscureció, y un sonido hueco, pero ensordecedor, presagió lo inmediatamente incierto.

— “¡Fuego!”, se escuchó a lo lejos. No tuve que voltearme, el fuego descendía de las nubes, y todos los alrededores estallaron en llamas.

Cerré mis ojos, porque parecía inevitable el horrible desenlace de esta escena de ciencia ficción.

Dios mío…

El calor abrazaba mi piel. Olía la carne chamuscándose. Escuchaba los llantos resignados. Y en medio de ese largo pestañeo y luego de un increíble bramido, todo se volvió silencio.

El Fuego del Demonio

Ese ángel desconocido,
un demonio por conocer,
me atontaba
con su calor,
con su aparente amor.

Me quemaba,
por dentro.

Mi cabello
cubría mis sentidos
no me dejaba ver
ni la dulce vida
ni el amargo real.

Siempre confiado
la perseguía en sueños
en versos
por senderos dulces
hasta el fuego.

Me quemaba,
con sus deliciosas llamas.

Mi cuerpo
ya estaba calcinado
y mi alma
estaba acorralada
en una cárcel de cenizas.

Ya no llevaba
el cabello cubriendo
mis ojos –
sólo veía polvo
en el suelo,
humo y gris.

Todo estaba arruinado:
mi casa
mis amigos
hasta esas ciudades
que una vez visité.

Este demonio,
hasta ahora cubierto
en ropas satinadas
y alas doradas,
reía sin amores
ni vergüenzas
sobre una pila
de rescoldo y recuerdos.

Mi alma
derrumbó la prisión
que representaba
mi cuerpo ceniciento,
escapó libre.

Ya no me quemaba,
pero mi cuerpo ausente
dolía.

Mi cabello
era hollín,
ya no amordazaba
mis ojos.
Ahora discernía
el amargo
de lo dulce.

Mi espíritu
se encontraba humillado
sentado, por ahí.
A veces
de rodillas
en una nube,
o quien sabe dónde.

Al menos,
ya no sufro
por amar
a un demonio
que por un beso
me vendía fuego.

Ahora no estoy,
y sólo siento
frío.