El Ambicioso Inconveniente

Malo es querer cuando se tiene, envidiar al que se divierte, y vierte su sudor entre sus manos, como mar y su oleaje iluso.

Mala es la codicia, deseando un caminar, cuando ya tus piernas andan con más de un par.

Malo es el pensamiento indecible que anhela salud para su pecho, cuando lo correcto es callar y anidar en silencio, el cuerpo envuelto en un pajar.

Pero peor que malo, es el vagar cabizbajo divagando en ayeres, o presentes no murientes, como avestruz dinosaurio, desplumado, escamado, porque es así, porque aún no ha llegado su evolución.

Y cuando se cree que ha llegado lo peor, falta la puntuación: las tildes que no llegan con excusa de licencia poética. Son errores que mutan en vocablos nuevos — esa es el cambio cierto que espera aquel ave de cuello largo, pero estrecho.

Los Tiempos Breves

Cuando estudiaba en la universidad, entendí que no hay mal que dure cien años, ni bien que nos mantenga en gracia eterna. Lo único que permanece es la certeza de que la carne envejece, y que el tiempo cambia el significado de las palabras.

Tenemos que aprender a capturar los momentos, microenamorarnos de ellos, como lo hacemos con esa mariposa que encerramos en un envase de cristal. Nada nos prohíbe atesorarlos, porque para eso existen: son esas sonrisas que llegan para ser disfrutadas, esos mimos que se tatúan bajo la piel. Pero nadie puede mostrar sus dientes por tiempo indefinido, a menos que sea un maniquí en la vitrina. Somos transeúntes en un hilo de vida, armados con un arsenal de recuerdos.

Las partidas duelen. Pero esa sensación es sólo celo y sentido de pertenencia. La espina que no aprieta, no puede doler. Nada tiene realmente dueño, sólo circunstancias que nos entrelazan. Lo que nos quiebra es la adicción a la presencia, y es la naturaleza humana. Somos entes gregarios, aprendemos a necesitar llenar huecos, en lugar de reconocerlos y vivir con ellos.

Cuando estudiaba en la universidad, aprendí que las únicas caricias eternas que tanto recitan, sólo existen en los libros, y en música que suena un tiempo, y luego cansa. Son “siempres” que sólo permanecen contenidos en el vidrio de los tiempos breves.

Cuando nos hablan los muertos

El muerto nos habla, y lo ignoramos.

Los soñamos en una alta nube, o nos invaden sus daltónicos recuerdos. Pasean entre risas o quejidos, siempre rondando sombríos. El muerto divaga discreto, mientras alargamos su partida. Pero no lo escuchamos, tan sólo lo lloramos.

Pero léanme bien: Los yertos, aunque han culminado su trayecto, en su silencio aparente nos narran, entre estampas, fotos, sueños, y recuerdos, su historia, la vivida previa a su huida.

Nos narran sus cuentos, recitan sus canciones, y entonan sus versos. Y es en ese momento cuando los damos por vivos, porque los oímos. Pero están más que muertos, son una colección de huesos fríos. Y lo que conocemos como la voz del despedido, no es más que el viento recorriendo su recuerdo.

Nos hablan de sus errores, sus aciertos, de odios sin sentido y del cariño, ¿pero qué saben de eso los muertos?

Pues en su aparente ignorancia, nos han legado la experiencia de los años. Recordemos esos cantares, épicas, y romances legendarios, esos que tanto imitamos los que caminamos.

Cuando los muertos nos hablan, mediante su quedo testamento, esperan que los escuchemos, aprendamos, y vivamos. Y mejor si no los pensamos muertos, más bien, de carne livianos.

Noventa y Dos

Nos recuerdo escuchando música en aquel Ford Thunderbird del ochenta y ocho, mientras su padre ofrecía el Servicio Dominical en la Iglesia. Compartíamos uno de los asientos, y nos acariciábamos el cabello, sin un sólo beso.

Nunca olvidaré su cintura estrecha, ni sus caderas, ni su piel pálida, como luz de estrella, ni los lunares que llevaba prendidos, como luciérnagas de sus nubes, ni su boca pícara, siempre una tentación para la mía.

Guardo en mi memoria como en el noventa y dos le robe ese beso, y cómo luego nos golpeó como pared el que su padre no nos quisiera juntos. ¿Como era posible que aquel hombre, siendo un mensajero de Dios, nos privara del amor? De haber permitido nuestro romance, nuestra historia hubiera sido una diferente, y no hubiera pasado todos estos años imaginando cómo hubiese sido el “esto” inexistente. Aunque él apartó nuestros caminos, el destino es destino, y nos volvió a encontrar.

Yo solía ser una persona de mucha fe, en todos los aspectos. Creía en el ser humano, y su buena voluntad, y tenía esta alocada idea que existía alguien, más allá de mi entendimiento, que me observaba y me escuchaba. Esos eran los días en los cuales conservaba mi juventud espiritual. Con el pasar de los años, mi alma se volvió vieja, al igual que mis deseos, mis ambiciones – maltrechas por el tiempo y la vida.

Isabel era la hija de un ministro luterano, y mi madre frecuentaba la iglesia en la cual su padre ofrecía sus servicios. Yo la acompañaba, y ahí la conocí. Desde que la vi, la quise para mí. Tenía el cabello rubio y rizado, casi por su cintura. Su piel era como la nieve, y sus ojos, como la noche. Quería, a como de lugar, apoderarme de aquellos labios carnosos, adornados siempre por una pequeña sonrisa, y endulzados por una dulce y suave voz.

Luego vinieron sus lágrimas, luego un dulce beso, y luego, una despedida seca y orgullosa, como quien piensa que se lo merece todo. Yo era joven, adolescente, inmaduro, con esa maldita tendencia de alejar todo lo que quería tener cerca. Sólo tenía que mantenerme ahí, perseverando, pero no estaba dispuesto a enfrascarme en una guerra con un General Cristiano a quien yo no le hacía ninguna gracia.

Pasaron los días; así mismo, los meses y, finalmente, los años, y nuestro contacto se volvió frío. Nuestras vidas tomaron caminos diferentes. Aunque realmente desconozco cual fue el suyo, puedo hablar semanas del mio.

Un día, años después, y luego de varios amores y sábanas, decidí volver a acompañar a mi madre a visitar aquella iglesia, sólo por curiosidad. Al menos, esa era la excusa que me daba, por no aceptar la verdadera razón. Un sólo paso dentro del templo fue suficiente para darme cuenta que no podía engañarme.

Al igual que antes, su piel blanca como pétalo de margarita, su delgada cintura, sus senos menudos, sus caderas radiantes. Lo único diferente era el color de sus rizos, que eran ahora miel.

Al final del servicio, me acerqué y extendí mi mano. Y ese ademán se volvió un abrazo cálido. Pero ahí quedo todo: “Bye”, y nos despedimos. Yo me adelanté a mi progenitora, y me marché en mi carro a quien sabe donde.

Esa noche, Isabel llamó a mi apartamento, lo cual me sorprendió mucho. Mi madre le había dado mi número telefónico, por mas que siempre le decía que era privado y que “a nadie” se lo podía comunicar. Pero esa voz familiar fue más que bienvenida. Hablamos por horas, y quedamos en que la recogería en su casa para dar una vuelta.

Si mejor no recuerdo, fuimos al cine. Luego, decidimos ir a la playa, donde caminamos por la arena y las rocas sin que importara el tiempo. Hablamos sin parar durante horas, de lo mucho que había cambiado mi físico, de porque había dejado crecer mi cabello hasta los hombros, de mi barba, de cómo ella permanecía intacta ante el paso de los años, con la única excepción de su cabello y su mirada, la cual reflejaba más madurez. Charlamos de nuestras vidas, de nuestros estudios y trabajos.

Cuando nos cansamos de hablar, nos besamos. Nuestras lenguas bailaban y se fundían como dos espadas sobre la brasa. Mis manos acariciaban su cintura, y sus manos se enredaban en mi cabello. Jamás podré borrarlo de mis recuerdos.

Que ocurrió conmigo, no lo se todavía. Mientras ella parecía retomar todo con la misma candidez que antes, yo trabajaba incansablemente en la manera más fácil de llevarla a mi cama. Es a lo que estaba acostumbrado, a los amoríos de una noche, y así la traté, como a una sábana más. Y ella, ni corta ni perezosa, decidió que eso no era lo que quería.

Ese día era perfecto. La brisa que refrescaba los cuerpos, las nubes formaban animales salvajes. Nos dirigíamos, por idea suya, a un cementerio donde estaba sepultada una abuela de ella, y, junto a su lapida, me dijo las siguientes palabras: “Entre nosotros no va a haber más nada, esto se acabó. Seremos amigos, y ya, sin besos ni más nada.”

En mi cabeza no cabía eso. Me sentí tan humillado, despreciado, que la lleve a su casa y no la volví a llamar, con excepción de una vez, pero ella estaba tan indiferente en el teléfono, que colgué.

La última vez que supe de ella fue porque, hace aproximadamente un año, me encontré con su hermano en un centro comercial. Cuando le pregunté por ella, me contesto que estaba en Alemania, casada y con hijos. Ni siquiera recuerdo si era un hijo o una hija, o si era más de uno. Y como magia, aquel dulce beso adolescente de domingo se convirtió en cianuro.

Me parece increíble como todavía recuerdo el sabor de sus labios, con el aroma del mar y la textura de la suave arena. Me parece increíble como cada vez que escucho aquellos viejos boleros, me es inevitable recordar a Isabel, juntos escuchando música en aquel carro, y mis esperanzas de robarle un beso.

Mi Ella

Antes que nada, mi ella vive, respira, e irradia una paz armoniosa. Es un ente pálido y pelirrojo que se apodera de mi aire cada vez que lo veo caminar.

Ahora, puede ser que la ella que tanto añoro y deseo contenga también un fragmento mitológico. Áurea, me dice cosas dulces al oído, besa mis labios, y nos hacemos uno sobre una telaraña etérea.

La ella que todos ven es una chica de piel sedosa y lozana, de ojos oscuros y dulces, de manos y pies delicados y tersos.

Mi ella me habla en sueños, me cuenta cómo ansió verme durante todo el día, escucharme y rozar sus labios contra mi piel. Su presencia huele a rosas marchitas, y sus besos saben a caramelo. Ella es pétalo, canto de un ruiseñor. Viento que acaricia mi cabello, agua que enjuaga mi rostro.

Cuando me despierta el alba, me doy cuenta de la diferencia que existe entre mi ella y la que todos ven. Su versión corpórea, que camina en su cuarto y en el comedor de su casa, que conduce su automóvil todos los días, y que ríe, llora, duerme, y fantasea con su felicidad, como lo hacemos todos, lo más probable es que no viva suspirando por mí, ni que en sus sueños me haga el amor sobre las hileras del viento. No sólo que es más que posible que no comparta mis fantasías, sino que no se acuerde de mí del todo, que cuando piense en mí, lo haga porque me vio caminando en la plaza. Tal vez piensa “por ahí va él”, sólo por cierta cortesía subconsciente humana, o porque le resulta graciosa la forma en que llevo peinado mi cabello.

Mi ella es sólo un espejismo, pero es lo único que tengo. Es quien colorea mis sueños monocromáticos.

Tal vez, los momentos que he vivido junto a la ella del tiempo en vigilia, son los que han dado rienda a esta alocada fantasía.

La primera vez que le hablé, me despertó cierta curiosidad atrevida. Luego tuvimos nuestros momentos, pero fueron muy casuales.

Una noche salimos a comer con todos nuestros amigos, me despedí de ella luego de la salida y sostuve sus manos por unos instantes. Creo que fue ese momento lo que hizo estallar mi imaginación. Finalmente, me encontré en varias situaciones en las cuales pude haber besado sus labios, pero no lo hice, tal vez por timidez, tal vez por miedo.

Esos momentos con aquella dama de carne y hueso no forman parte de mi imaginación, ocurrieron. Pero sólo ella, el tiempo que transcurrió, la brisa que nos envolvió, y yo, somos testigos.

Esta explicación sólo me sirve a mí, para conservar mi cordura, y, para que cada vez que empiece a sentir que la realidad se comienza a desdoblar, tener en cuenta de qué es lo vivido y qué es lo soñado. Sólo espero que algún día la ella de mi fantasía y la ella de mi realidad se encuentren, y los tres disfrutar de sueños y verdades.

Pensamiento En Tres Tiempos

El tiempo futuro es una maraña de sucesos que no han ocurrido, las cuales causan tensión, y sólo sirven para percudir la imaginación. Con el “ay, si fuera” o el “podría ser”, el ser humano tiende a planificar toda su vida. Todo su destino gira en torno a una posible mentira o a un remoto tal vez.

El tiempo presente es como las líneas que se forman cuando vas en el asiento trasero de un automóvil mirando hacia afuera por el cristal pequeño. Es todo un itinerario de detalles prácticamente imperceptibles; un conglomerado de colores y formas indivisibles. Todo ocurre tan rápido: es tiempo presente, el cual, al culminar su análisis, ya es pasado.

Admito que soy parásito del tiempo pasado — es lo único claro, lo único acerca de lo cual puedes estar seguro, a ciencia cierta, que es completamente veraz. Está evidenciado, y podemos regresar a él cuantas veces queramos. Sólo existe una condición: regresamos en calidad de espectadores. No es posible cambiar nada ahí, y revivimos sin claridad, a veces perdiéndonos en una temporalidad tempestuosa.

Existen muchos pensares en cuanto al pasado, y reina la idea que al ser pretérito, no vale la pena regresar. ¿Pero no es este tiempo que pretendemos olvidar nuestra mejor guía acerca de como conducir un presente cuyo diario sea uno digno de releer?

Existen también quienes hacen de su ayer un hoy. ¿Es eso posible? Podemos hablar de cómo, al momento de cavilar sobre lo viejo, lo hacemos nuevo, por estar invirtiendo recursos disponibles sólo a la contemporaneidad. Quien sabe, tal vez al pensar en el pasado, estamos haciendo un viaje temporal, histórico.

Estas son sólo ideas torcidas en cuanto a un tema incierto, variable. Siéntase libre de crear su propio criterio, y quien sabe, tal vez cuando alguien lo visite, ese pensamiento añejo podría convertirse en uno corriente, hogaño.

Se fue

Ya no escribo como lo hacía antes. Tampoco dibujo, ni sueño, como en noches anteriores. Perdí la fuidez de los dedos, y la vividez durante la penumbra. La verdad es que poco hago para perseguir la niñez que me abandona día a día. Veo a otro yo en el espejo: un hombre cuya vida ha sido remplazada con los sueños de otros, sin ambición, sin deseo. A veces, este espejo muestra un campo esteril, seco.

Aunque recuerdo aun las cosas que me hacían perseguir estrellas y sueños fugaces, poco hago. He aceptado el frío del mundo real, lleno de almas etiquetadas y edificios grises.

Muchas veces me encuentro rodeado de gente que me ama, y sonrío, mientras ese otro yo divaga a través de un paraje melancólico, reminiscente. Veo las sonrisas jóvenes de antes, y me dejo seducir por su efímera y antigua verdad. Mis manos callosas ya no pueden arrastrar mi cuerpo a través de este océano de voces.

Por lo general, cuando me siento a escribir, las ideas huyen de mi lápiz. ¡He olvidado tanto! ¿Se supone que el humano olvida de esta manera? No puedo dibujar labios, ni marcianos, ni vampiros. No puedo hablar de amigos y amores viejos, sin perder el hilo. Dibujaba las curvas de una mujer, o escribía acerca de ellas. Daba igual, se mantenían rondando mi cuarto — pasajeras, pero vivas.

Muchas veces prefiero el sueño a la vigilia, pues es en ellos queda alguna esencia de aquel yo. La noche me hace recordar la respiración de este cuerpo gris y frío, como glaciar de agua sucia. El sol me hace olvidar aquella sonrisa dinámica que me caracterizaba, y las ilusiones de barajas con las cuales entretenía, y los chistes. Ah, los chistes… Recuerdo uno solamente, y lo he hecho tantas veces, que me cuesta convencerme de su gracia.

Me he perdido en las memorias de otros. No me lamento, pues ni cuenta me doy. Camino cabizbajo por pasillos, atravieso puertas, mas esta somnolencia no me deja sentir.

¿Que a dónde voy? Quién sabe. Tal vez me dejo caer por uno de estos drenajes mohosos. Tal vez continúo recogiendo las frutas que se dan en mi patio, para sustentarme, para mantener los pasos que me llevan hasta mis cotidianas tazas de café.

¿Que qué queda? No sé. Sólo sé que quien estaba ya se fue.

El Juicio Final

El temblor me despertó de mi corta siesta vespertina, y estremeció mi cuerpo, al igual que lo hizo con el suelo, las paredes, y decenas de personas que aquí trabajamos. Por poco caigo de mi silla del susto.

Levanté mi vista, aún borrosa por la modorra, y vi a través de la vitrina gigantesca varias columnas de humo que se entremezclaban con el firmamento.

— “Siete”, conté en voz alta.

Como moscas adheridas al vidrio se encontraban varias personas, estupefactas, todas testigos del espectáculo. Y así mismo volaron como muñecos de trapo cuando el cristal estalló a causa de la fuerte explosión.

— “…la televisión. Un mensaje del Presidente”, una voz se escuchó a lo lejos.

— “Esta es una época de cambios, de iluminación intelectual”, hablaba pausadamente el intérprete, mientras un gigante rubio murmuraba palabras incomprensibles a su lado. Al otro extremo, el líder de nuestra nación asentía.

— “Creo que habla latín. ¿Quién habla latín en este siglo?”, comentó uno de mis compañeros de oficina.

Y aquella figura, que parecía pintada por Miguel Ángel, quitó su vestidura plateada, y, para la sorpresa de todos, unas gigantescas alas blancas se desplegaron de su espalda, semejantes a las de un cisne. Y rugió, como un trombón.

— “Soy la Estrella de la Mañana. Soy el Fósforo. Soy el hijo de Dios, y llevo aquí, junto a mi ejército, desde antes que el Homo Sapiens caminara sobre el verde y el marrón, construyera el gris, admirara el azul, y se refugiara del rocío. Hemos vivido entre ustedes, siempre cuidándoles y amándoles como si fueran nuestros hijos.”

¿Nuestros hijos?

— “Hoy”, prosiguió, “huestes que moran en el negro sobre nuestras cabezas han venido a traer desastres y calamidad, tal y como lo escribió Juan. Así, como antes lo anunció Gabriel, y hoy lo materializa Miguel. Mis trescientos cincuenta mil legiones ya se encuentran tronando sus trompetas y azotando sus tambores. Tienen sus lanzas y escudos en sus manos. Así mismo, los diferentes ejércitos de los distintos reinados de este tercer cielo ya se encuentran preparados para esta batalla.”

“No les digo que no teman, pues el enemigo llegará con sed de piel y llanto, y no escatimará. Sólo quiero que entiendan lo siguiente, pienso derramar mi sangre, mi cabello, mis alas, mi lanza, y las de mis hermanos, para que los escuden ese Cielo, quien viene a engullirnos a todos. Lo que hoy es luz, mañana será una tiniebla que durará el curso de esta batalla. Pero sepan que cuando se disipe la sombra, seguiremos aquí, ustedes y nosotros, como vencedores.”

“Éste, mis protegidos, es el Último Juicio. ¿Pero con que moral nos juzgará? ¿Él, quien, en su soberbia, no escucha nuestros ruegos, y nos niega su sabiduría? Hoy, con la punta de mi espada Lo señalo, y hoy caerá para ser enjuiciado por nosotros.”

Y aquel ser ultramundano desenvainó una enorme espada dorada, y la levantó como apuntando al firmamento: “Ésta es mi palabra”, concluyó.

Todos permanecimos con la boca abierta. El Presidente se acercó al podio, pero nadie lo escuchó.

— “¡Amén!”, gritó alguien, y muchos aplaudieron.

— “¡Dios habló! ¡Aleluya!”, gritó otro.

¿Ángeles rubios? Esto debe ser un montaje, un mal chiste, pensé. Y como acto seguido, otro temblor nos sacudió. Una señora cayó al suelo.

— “¡Miren afuera!”, gritó un joven, señalando el hueco donde solía estar la ventana, dónde se veían ráfagas de lluvia iluminada golpeando las nubes. Eran disparos de nuestra milicia. Y en ese momento, todo se oscureció, y un sonido hueco, pero ensordecedor, presagió lo inmediatamente incierto.

— “¡Fuego!”, se escuchó a lo lejos. No tuve que voltearme, el fuego descendía de las nubes, y todos los alrededores estallaron en llamas.

Cerré mis ojos, porque parecía inevitable el horrible desenlace de esta escena de ciencia ficción.

Dios mío…

El calor abrazaba mi piel. Olía la carne chamuscándose. Escuchaba los llantos resignados. Y en medio de ese largo pestañeo y luego de un increíble bramido, todo se volvió silencio.

El Tercer Tipo

1975

El Plymouth Cricket azul frenó, y si no llega a ser porque ambos se encontraban en uso de su cinturón de seguridad, hubieran atravesado el parabrisas con sus rostros.

Justo al frente, un carruaje cargado sobre los hombros de decenas de huestes celestiales huía mudo, y a toda velocidad, hacia el cielo: eran ángeles de distintos colores elevándose de la Tierra con velocidad divina.

Como acto seguido, un terremoto sacudió el automóvil de la pareja. Fue el impacto de otro conductor boquiabierto por el espectáculo que acababa de presenciar.

Nuevamente, aquel cinturón de seguridad les salvó de cualquier evento lamentable: desde complicaciones en el embarazo de mi madre, hasta de la muerte misma. El único daño recibido fue una abolladura en la defensa.

1979

Miré hacia el lado, y un destello de luz me cegó. Era el reflejo de una cruz que mamá había colgado de la pared, para que me ofreciera protección contra los malos espíritus.

Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…

Pero seguía ahí, aquel Cristo de plastico animado mirándome fijamente, con sus manos haciendo gestos para que me acercara.

Cubrí mi cara con las sábanas, pero el resplandor era tal, que las atravesaba sin dificultad. Distinguía su piel pálida y sus ojos vacíos, como cuencas sin vida de una calavera.

— “¡Mamá!”, grité desde la profundidad de mis pulmones.

Ella llegó en una fracción de minuto, para apaciguar mi miedo ante aquella aterradora visión. Al encender la luz, la habitación se mostró en calma, con aquel Jesús siempre pacífico y dispuesto a vigilar mi sueño.

— “Calma, fue una pesadilla”, me decía con su dulce voz. Y con los ojos llenos de lágrimas, volví a dormir.

1983

Salí a buscar un vaso de agua a la nevera, pero me distrajo un movimiento que divisé por la ventana, que permitía vista al patio, en la parte de atrás de la casa. Caminé hacia la sala para poder ver mejor.

Coloqué el vaso de agua sobre una mesita que había junto a una pared, y mi boca se abrió, estupefacto. Era un disco con luces de múltiples colores, como salido de una película de ciencia ficción.

— “Estoy soñando”, me repetía en voz baja. Lentamente, perdí el control de mi cuerpo, y no me podía mover. Trataba de gritar, pero las letras colgaban mudas de mis pulmones.

Entonces, súbitamente y de un salto, desperté en mi cama, y arropado hasta el cuello.

1984

De madrugada, me despertó la sensación de ser observado. Cuando abrí los ojos, estaba ahí parado este ente blanco e iridiscente, de ojos gigantes, oscuros y profundos. Su boca era una pequeña línea en su pequeña mandíbula. Su rostro no tenía expresión alguna. Sólo me miraba, casi hasta con un aire de ternura.

Nos observamos unos instantes. Su gran cabeza asemejaba al fantasma Gasparín. Además, al igual que un espectro, parecía flotar sobre los pies de mi cama, y aparentaba no tener extremidades.

Grité, pidiendo ayuda, y debo haber despertado a la mitad del vecindario. Llegó mi madre, encendió la luz del cuarto, y se quedó conmigo en lo que recobraba el sueño.

1996

Entre risas y caricias, y ocultos tras unos vidrios empañados, nos besábamos y conversábamos en mi Corolla del ’93. No era la primera vez que iba ahí, aquella playa vacía era uno de mis lugares favoritos. Nuestra compañía eran la arena, el Océano Atlántico, la luna, y una multitud de estrellas, que bailaban sólo para nosotros.

— “¡Mira mi cielo, estrellas fugaces!”

— “Parece que es una lluvia de estrellas. ¡Wow, mira que muchas!”

Pasaron los minutos, y aquel espectáculo se intensificó, con una peculiaridad: aquellas estrellas no surcaban el cielo como meteoritos, sino que formaban patrones geométricos. Se desplazaban en línea recta, formando triángulos y cuadrados imaginarios. Estos movimientos asemejaban una maniobra militar de la fuerza aérea. Gradualmente, puedo estimar que decenas de esas luces aparecieron en el cielo, no sobre nosotros, pero a lo lejos, sobre el mar, y parecían sumergirse, y regresar al cielo.

Parecía un hormiguero de cabezas de alfiler marchando sobre un pedazo de tela negro. Y así mismo como comenzó aquella insólita visión, culminó en segundos.

— “Si le contamos a alguien, no nos va a creer, así es que ya sabes, no viste nada hoy.”

1998

Abrí mis ojos en medio de la clara oscuridad de mi habitación, y lo miré a sus profundos ojos negros. Vestía plateado, y estaba ahí, observándome tranquilamente, como quien observa una cebra en un zoológico.

Sus facciones grisáceas eran familiares, debo haberlas visto en cientos de imágenes a través del Internet y en el cine. Con delicados gestos, movía su enorme cabeza de lado a lado, y miraba un reloj de muñeca.

Traté de avisar a mi esposa, quién dormía a mi lado, pero no me pude mover ni hablar. Las palpitaciones de mi pecho rugían como una fiera atrapada en mi pecho. Sentía como el sudor bañaba mi frente y mi almohada. Pensé en un momento que iba a morir.

En un pestañear, ya mi cuerpo estaba libre, y aquel hombrecillo no invitado ya no estaba. Y de un salto, encendí la luz.

— “¡Apaga la luz!”, me dijo ella.

— “Dame un minuto, que acabo de tener una pesadilla.”

1998

— “¡Giancarlos!”, grité frente su casa, como cuando tenía doce años.

— “¡Gian!, pero nadie contestaba.

Me percaté que no había viento, ni pájaros silbando, ni el vecino lavando su carro, ni se escuchaban las típicas peleas matutinas dentro de las casas. Sólo había unas hojas en el suelo, que cayeron de aquel árbol gigantesco que estaba frente a su casa hacía mas de cuarenta años. Y cuando me acerco a tomar algunas en mis manos, un brazo delgado abrazó mi cuerpo, y otra mano gris tapó mi boca. Con una voz áfona, como pronunciada con el alma, me dijo: No tengas miedo.

Como acto seguido, desperté.

Busqué a mi esposa entre la tenue claridad del amanecer, y al encontrarla, vi como se encontraba tranquila, en la seguridad de su modorra. La abracé, e intenté descansar un poco más sin ningún éxito. El fuerte latir de mi corazón, al igual que la noche anterior, no me permitió conciliar nuevamente el sueño.

2009

Un zumbido metálico interrumpió mi descanso.

Una y cuarto de la madrugada. Y como acto seguido, se activó la alarma de la sala, y luego, todas.

Tomé un bate de beisbol que guardo bajo la cama, cuando sonó el teléfono.

— “Hemos recibido una alerta de escalamiento proveniente del sensor de seguridad de la puerta trasera, otra del sensor de movimiento de la sala, luego del sensor cuatro, del pasillo. ¿Se encuentra bien?”

— “Si.”

— “¿Contraseña por favor?”

— “Claroscuro. Pero no te vayas, déjame revisar la casa.”

Caminé habitación por habitación, y no había ninguna señal que alguien pudiera haber entrado a mi propiedad. Encendí todas las luces, me asomé al patio y a la calle: Nada.

— “Todo está bien, gracias.”

2010

Me encontraba fumando un cigarrillo en el balcón de mi oficina, cuando pude divisar sobre unas residencias a lo lejos, un globo anaranjado que subía y bajaba.

Pensé que era algún tipo de aerostato, un helicóptero, o una estrella fugaz, pero se movía demasiado rápido.

Y así mismo como lo ví, se elevó hacia el cielo abierto, y desapareció. Immediatamente, tomé el teléfono.

— “Victoria, no me vas a creer lo que acabo de ver…”

2022

Abrí los ojos.

Una figura oscura e indescifrable cruza su mirada con la de mi cuerpo inmóvil y somnoliento. Sólo podía distinguir su silueta, que alcanzaba casi el techo de mi habitación.

El terror no me permitió moverme, más allá de los pequeños saltos que daba mi cuerpo con cada latido de mi pecho. Luego de algunos segundos, alcancé fuerzas para volver a cerrar los ojos.

De regreso a la penumbra.