La Muerte De Katerina: Día Cinco

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Hoy me encuentro al borde de mi cama, mirando las telarañas que se forman en el marco de la ventana. Observo también mis uñas carcomidas, y las cicatrices en mis muslos, en mis brazos. Me siento muerta, más mi pecho respira, y mi piel siente.

A lo lejos se escuchaba el crujir de las olas, el cual fue interrumpido por el delicado tamborileo de unos pasos, y una voz tenue que susurró “mamá”, como onomatopeya de mi vientre.

¡Mi bebé había crecido tanto! Parece que fue ayer cuando nació, y antes de ayer cuando le fue regalada a mi vientre. Fue uno de esos obsequios que no pides, no quieres, pero te ves obligada a utilizarlo, a vivirlo, a amarlo.

Se parecía tanto a mí, su piel blanca y su cabello suave, el cual caía como una cascada sobre su delicado rostro. Pero existía algo de quién la engendró, aquel maleficio que se apoderó de mi cuerpo sin mi consentimiento. Era su mirada, la determinación, la sed de obtener lo que desea, así signifique destrozar todo a su alrededor. Cada vez que peinaba su pelo, o arreglaba el cuello de su camisa, no podía evitar pensarlo.

Han pasado ya cuatro años, pensé, cuando escuché su voz entonar mi nombre. Maldito sea el día en que fuiste creada, pequeño demonio. Bendito sea el día en que naciste, pequeño ángel.

Cuando miré, estaba recostada del marco de la puerta. Primero pensé que tenía un juguete en sus manos, pero luego distinguí el matiz metálico que distinguía a la muerte súbita. Corrió a donde mí, y con una dulce sonrisa, apuntó hacia mi rostro, y antes que pudiera decir o hacer cualquier cosa, me parece haberla escuchado decir “bang”.

Me rodeaba una oscuridad lúgubre, me sentía ajena. Lo único familiar de este paisaje era el sabor a sangre, pero condimentada con un sazón metálico.

Cuando mis ojos se aclimataron al medio ambiente, pude ver una niña gigante y deforme mirándome detenidamente. Su piel se veía áspera y morada. Sus ojos, burlones. Sus pies, descalzos y sucios, al igual que el vestido blanco que llevaba. Su cabellera goteaba sudor, y parecía una red de algas llenas de mar. Sus manos, una de ellas sosteniendo una Colt que yo había comprado hacía poco menos de cuatro años.

Creo que mi respirar susurró Graciella, pero ella no escuchó, sólo me miraba con ojos curiosos. Debe ser porque mis labios no se movieron. Luego, comenzó a reir, y acercó su mano a mi frente. Traté de agarrarla, pero no me pude mover. Sin más remedio, vi como humedecía sus dedos en el torrente de vida que salía de mi rostro, los llevó a su boca, y los dejo caer por su cuello.

Mi subconsciente quería vomitar, pero mi cuerpo no respondía a ninguna orden de mi cerebro. Me sentía como una muñeca inerte, una marioneta sin titiritero. Sólo podía observar lo que tenía de frente, una versión grotesca del producto de mis entrañas.

Su risa, ahora burlona, no mermaba. De manera muy juguetona, se dio media vuelta, y corrió hacia la puerta. Alcancé a escuchar sus pasos bajando las escaleras.

Katerina se encontraba en el suelo, recostada de un lado de la cama, casi sin rostro. Su respiración era débil, y temblaba su pierna derecha. La mayoría de sus expresiones faciales se encontraban sobre la cama, el resto, quien sabe dónde.

El el primer piso, la niña correteaba nerviosa con la pistola en sus manos. Subía los escalones, miraba de reojo el cuerpo de su progenitora, y los bajaba, como quien no sabe que hacer.

Mamá parece una muñeca, ahí tirada.
Mamá no se mueve, ni hace nada.
Mamá está casi desangrada.
Mamá ayúdame, estoy asustada.

Me sentía muy mareada, y cuando finalmente me puse mover, lo que vi a mi alrededor fue un mar oscuro, del cual saltaban pequeños peces verdes. Me encontraba en un barco, como esos de pesca, tripulado por mucha gente. Se escuchaban murmullos casi inaudibles, acompañados del zumbido constante del motor.

– “¿Abuela?”

– “Shhhhh… Que no te oiga…”

– “¿Quién?”

Y señaló a un pequeño individuo que tenía una pequeña libreta y un lápiz. Era un enano, muy corpulento para su estatura, de aspecto isleño. Llevaba el cabello trenzado a la altura de los hombros, ropa oscura, y una capa que parecía color marrón. Se volteó a mirarme, al igual que todos en aquella embarcación, y se acercó con pasos muy rápidos.

Cuando lo miré a sus ojos, eran vacíos. Eran sólo una cuenca con un brillo, o al menos, eso parecía. Alzó su mano, y desde su altura, me dio una bofetada.

– “Shhhhh… Aquí el que habla soy yo. Tu ya no tienes ese derecho.”

– “Pero, ¿quién coños es usted?”

Y otra bofetada cruzó mi rostro, pero esta vez lo abofeteé de vuelta, y como acto casi instantáneo, las manos de abuela envolvieron mi cuerpo, me acercaron al borde de la embarcación, y me lanzaron al agua.

Mientras me hundía, tragaba de aquel mar, cuyo sabor era putrefacto. No era profundo, rápidamente toqué su fondo arenoso y áspero. Abrí mis ojos, y todo era rojo, parecía un lago de vino, con sabor a muerte. En el fondo yacían miles, tal vez hasta millones de huesos. Con un impulso, nadé hacia la superficie, sólo para ver un cielo, también rojo. A lo lejos vi tierra firme, y nadé hacia ella. A medida que me acercaba, distinguí una pequeña niña sentada con sus piernas cruzadas.

– “¿Graciella?”

Ella me miró, con ojos perdidos, llorosos y deformes. Se veían mucho más pequeños de lo que son en realidad. Se veían muy pequeños para cualquier rostro.

Cuando me acerqué más, nos abrazó un manto de oscuridad. Era todo una noche sin estrellas, dónde sólo se escuchaban nuestras respiraciones. Ni aquel mar hablaba. Y repentinamente se hizo claridad, pero de la que ciega, y un trueno ensordecedor.

Aquel era un pasillo redondo y gris férreo. Se escuchaba un eco murmulleante, producto de la conversación entre cientos de cuerpos morados, desnudos y sin sexo. Sus rostros no tenían facciones, pero todos reclamaban un pedazo de Katerina.

Se acercaron, y primero comenzaron a tocarla. Luego, la tiraban de los brazos, la mordían, la llamaban por su nombre. No podía correr, no había lugar para la huida. Trataba de dar la pelea, pero sus esfuerzos eran inútiles.

Sentía las mordidas desgarrantes, y el dolor la atormentaba. Sentía el deseo de morir, pero nadie le complacía, sencillamente arrancaban pequeños trozos y los engullían, como una de esos rituales canibalísticos que nadie se atreve a mencionar.

Cuando miró a lo lejos, disinguió a su hija, sonriendo en una esquina, como disfrutando aquel perverso espectáculo.

– “¡Maldita seas! ¡Te odio! ¡Mal nacida! ¡Maldito producto de la puta violación!”

El ambiente se tornó inmóvil. Todos parecían mirarla estupefacta, y Graciella comenzó a llorar. Aquellos entes retrocedieron, lentamente, mientras la niña se acercaba. Con una expresión rábida, y de un mordisco, engulló la cabeza de su madre, sin permitirle ni un respiro de consuelo.

Su lengua acariciaba mis tobillos, mis muslos y mi placer. Mi cuerpo lloraba un río de éxtasis, al sentir el calor de su boca y sus dedos dentro de mi. Gemíamos, ella de deseo, yo por lo delicioso que se sentían aquellos besos embriagantes.

Cuando abro los ojos, se encuentra mi pequeña con sus manitas acariciando mis senos. Sentía un placer horrorosamente incorrecto. Traté de moverme, pero no podía, mi cuerpo era presa de unos amarres que no podía ver.

No hagas eso, por favor.

Pero continuaba con su juego y sus caricias, mostrándome una mirada perversa. Y descendió nuevamente a acariciarme entre mis piernas con su boca húmeda. Y me penetró, una y otra vez, no sólo con sus dedos o con su manos, sino hasta con su pequeño y delicado brazo infantil. Sentía como llenaba todo mi espacio vacío con su exploración.

Y aquel incómodo placer se fue convirtiendo en un desgarrador dolor, cuando comenzó a introducir, primero su otro brazo, luego su cabeza, y lentamente su pequeño cuerpo. Grité, fuertemente, y nuevamente me cegó ese maldito resplandor imposible.

– “Llévatela, el pulso es débil, pero respira” – conversaban unas personas enmascaradas, a quienes casi no podía discernir.

– “Chiquita, todo va a estar bien, no te preocupes. Mamá se va a mejorar.”

Mi hijita me miraba, pero yo me encontraba imposibilitada de hacer cualquier gesto o movimiento. Traté de sonreír, pero lo único que logré fue exhalar.

Y ahí estaba, robando mi atención, un destello plateado justo al lado mío. Y con lo que me restaba de fuerzas, tomé esa Colt en mi mano izquierda, la acerque a mi cabeza… Bang, repetí en mi mente, y todo se volvió gris.

La Muerte De Katerina: Día Dos

Ver el “Día Uno”…

“Háblale.”

“No, háblale tú, que estás cerca de su oído.”

“Katerina” – susurraba – “¡Tan grande y tan pálida! ¡Tan gris!”

Con un giro de su cabeza, una de las diminutas arañas cayó al suelo, mientras la otra se aferró fuertemente a su oreja. Con un poco de impulso, entró en su oído.

Ahora su voz era estruendosa: “Ahora soy parte de tu pensar. ¡Me tienes atrapado en esta mugre! ¡Seré parte de tu carne y de tu cerebro hasta que mueras!”

Desesperada, Katerina tomó unas tijeras, y comenzó a rascarse violentamente los oídos y la cabeza. Sangre se disparó explosivamente, y un alarido escapó sus labios.

Ahora, la voz reía maniacamente: “¡Puta gris, llegué para quedarme!”

Sin poder aguantar más, corrió desde su baño hasta su cuarto en el segundo piso, y de un salto atravesó aquella ventana de cristal que una vez sirvió de marco para su cuerpo colgado.

Escuchaba los gritos en su interior, pero también sentía la brisa abofeteando su rostro.

Súbitamente, la yerba fresca acariciaba su cuerpo, y las voces eran ahora mudas.

Cuando abrí los ojos, vi unos pájaros negros volar justo frente a mis ojos, tan cerca, que parecía que se iban a enredar en mis largas pestañas. Traté de alcanzar uno con mis manos, pero desapareció entre mis dedos.

Me levanté, y pude admirar aquellas flores extrañísimas que vestían el patio de mi casa, las cuales hacían cosquillas en mis pies. Eran pequeñitas, negras, y con su centro rojo. Caminé sobre ellas, alrededor de una casa muy similar a la mía, pero no creo que lo fuera, porque esta era vieja y descolorida. Además, mi casa tenía tejas color ladrillo brillante, y las que veo tienen el color de la sangre seca. Decidí alejarme un poco, porque su olor a humedad me daba náuseas.

Más adelante, pude divisar un cuerpo inerte en el piso. Tenía un parecido conmigo, pero no era yo, pues yo estaba aquí. Era como una reflexión de espejo, pero inmóvil, y con su cara cubierta de sangre, vidrios y astillas. Había unas tijeras que salían de un ojo.

Di media vuelta, y cerré los ojos. Podía escuchar el zumbido del viento, y sentirlo en mi rostro. Podía saborear la grama fresca. No era ni de noche ni de día, no veía ni sol ni luna: era todo una tétrica penumbra. Poco a poco se iba aclarando mi memoria. Debo estar muerta, pero es tan distinto a la primera vez que lo estuve. La magia había sido reemplazada por un aroma a miedo.

A lo lejos, divisé una pequeña cueva, hacia la cual me dirigí.

La entrada estaba cubierta por un musgo marrón, como espumoso. Se escuchaba un eco reconfortante en su interior, así es que entré. Creo que escuchaba música. No, eran pequeños gemidos melodiosos. Eran voces que exhalaban el placer de la carne. Me percaté que esta profundidad húmeda tenía un olor a mar, un aroma sexual.

A medida que me iba adentrando en la cueva, el olor se intensificaba, y los gemidos se escuchaban más fuertes, y poco a poco mi cuerpo enloquecía. Sentía el placer extraño de quién hace travesuras y es observado secretamente. Me recosté de una pared y me deslicé hasta su suave suelo. Acaricié mis senos, pellizcando mis pezones. Aquel olor acariciaba mi cintura y mis muslos. Con mis manos, exploraba los menudos vellos que rodeaban mis entremuslos, y acariciaba aquel pequeño pedacito de carne que iba cobrando rigidez. Mis suaves gemidos hacían compañía a la musicalidad de aquella gruta. Mi cuerpo se encontraba húmedo con perspiración y lujuria.

Sentía unas manos invisibles haciéndome el amor, inundando mi boca con su éctasis, y acariciando mi cuello con su lengua. Junto a las naturales contracciones orgásmicas en mi vientre, sentí algo moverse, justo ahí adentro. Súbitamente, mi placer se convirtió en una desgarradora agonía. Unas patas antropoideas salían del núcleo de mi placer, rompiéndome, como un parto, pero no uno humano. Fatigada pude observar como una gigantesca araña cubierta de sangre huía de mi cuerpo, caminando por las paredes de aquella tenue cueva. Aquel horrendo animal cruzó un enorme acantilado, hasta llegar al otro lado.

A medida que la araña se alejaba, dejaba atrás, como rastro, un fino hilo sedoso, que formaba un puente entre ambos lados del vacío.

Perseguí con mis ojos aquella tela sedosa, hasta llegar a su origen, donde se cruzaron nuestras miradas. Ella reía burlonamente, y repetía: “Eres gris. Ayer eras gris. Aún adentro de tus oídos mugrientos, sigues gris, como ceniza de cigarrillos, como el polvo de tus huesos.”

Me armé de valor, y decidí cruzar aquel fino puente para confrontar aquel maldito ser, que me atormentaba, y que es responsable de estos vidrios que visten mi rostro.

Luego de caminar dos o tres pasos, me encontraba frente a ella. Con sus mil ojos, y conservando una postura estatuesca, me observaba, y con un inesperado movimiento, devoró mi piel. Mi alma huyó despavorida, buscando refugio en las sombras más oscuras de la cueva. Era yo ahora un músculo vacío, frío, y rígido.

Sin poder contenerme, caí al suelo, temblorosa.

Aquella bestia se acercaba, al parecer, a concluir lo que había comenzado, y así lo hizo. Arrancó primero una de mis piernas, luego devoró los dedos de mis manos, y luego, el resto, de un solo golpe.

Sobre aquella oscuridad que digería lentamente a Katerina, se observó una luz. Dos, tres, más rayos de luz, como dedos, o como un cuchillo, entrando por el vientre de la araña. Ella pudo ver su rostro reflejado en aquella luminosidad. Era ella misma, su alma que había salido de su escondite.

Poco a poco, se fue volviendo tenue la luz, y el espacio se iba encogiendo.

Sentía al monstruo encogiéndose a mi alrededor, y lentamente, su piel se convertía en la mía. Ahora, no hay más araña, lo que queda es un pellejo gris sobre mi luz.

Me sentía libre, aunque presa en aquella cueva, cuyo puente sedoso había quedado destruido.

También sentía el suelo caer a mi alrededor. Y yo me derrumbé, también, junto a la cueva.

La luz entró a través de uno de sus párpados, y junto a ella, un fuerte dolor en todo el cuerpo. Saboreaba sangre, madera y cristal, y escuchaba voces acercándose, junto al llorar de una ambulancia.

Una vecina la agarraba fuertemente de la mano.

“Ya viene ayuda, Kathy, no te preocupes.”

Y ella sonrió. Había muerto por segunda vez, y ahí estaba, de regreso a su cotidianidad, su gris, al igual que ayer. Su respiración era débil, y estaba segura que, lamentablemente, todo estaría bien.