Vampiro, II

Abrí mis ojos.

Una sangre negra y espesa empapaba mi cuerpo. Un agua rosada y rala resbalaba sobre un rostro níveo que me observaba fijamente, como estatua. Nuestros colmillos estaban a la vista, como dos felinos al borde del ataque, mas yo sería incapaz de lastimarla. Ella, mi creación, mi hija, mi amante eterna.

No siento dolor físico, aunque mi alma convulsiona al ver a Verónica sosteniendo esa viga de hierro ensangrentada, con un extremo en sus manos, y el otro en mi corazón.

“Debes morir,” – afirmó, con voz serena – “no puedes hacerle esto a más nadie. ¡Es insoportable vivir de esta manera!”

“Es que no estás viva,” – respondí con un rugido casi mudo – “estás muerta. ¡Muerta!”

Con un súbito movimiento, alcancé su cuello, y lo apreté. Mi mano se humedeció con su delicada existencia, la cual también se desbordó de su boca, como un manantial.

Miré el reloj que se encontraba en la pared: seis menos cuarto de la mañana, y la luz del alba comenzaba a asomarse entre las ventanas. Extendí mi brazo, y la coloqué justo bajo aquellos rayos malditos, y sentía como nuestras pieles se chamuscaban rápidamente. En sólo segundos, su rostro se transformó en una figura indescifrable y polvorienta. Con el movimiento de mi muñeca, cayeron al suelo las cenizas de su cuerpo, como arena fuera de un reloj.

Sentía mi mano cociéndose bajo el sol abrazante, y la retiré.

“Ahora tampoco verás el gris de las noches”, murmuré. Unas gotas de tinto oscuro rodaban ahora por mis mejillas. Verónica, te amé. ¡Cómo has podido hacerme esto!

Arranqué aquella lanza de mi pecho, y la herida se cerró casi instantáneamente. Me sentía débil. Volteé mi rostro y vi una pequeña rata tratando de escapar la mañana. Con una velocidad irreal, la capturé, y bebí su elixir asqueante.

Acto seguido, regresé a mi ataúd, cerré su cubierta, y dormí.

No ha pasado ni un día de estos cien años en el cual no haya pensado en ella. La noche se volvía alba en el recuerdo de su piel. La extraño, y aborrezco el haber fallado en hacerla comprender que mi amor hacia ella era uno que quería llevar más allá de la muerte. Por eso la hice vampiro con la eternidad en mi amor.

Cuando me aburría, dejaba volar mis sentidos junto a las corrientes de viento. Esa melodía ventolera susurraba nombres a mis oídos, y acariciaba los vellos de mis brazos. Era todo una gran fiesta sensorial, que a veces me hacía reír, y otras hasta gemir. Era toda una experiencia que me enajenaba de mi humanidad, o de sus vestigios.

Caminaba esta noche dejando que la luz de la luna acariciara mi palidez, cuando escuché un grito a lo lejos, y junto a ese grito, un nombre y un rostro se apoderaron de mis pensares: Valeria.

Me deslicé hábilmente entre las sombras hasta llegar a un oscuro callejón donde un vagabundo intentaba aprovecharse de aquella joven mujer. Con una velocidad invisible, lo desprendí de su vida. Ni siquiera alcanzó a sentir mis colmillos felinos rompiendo la piel de su cuello. De un sorbo sacié mi hambre. Mis mejillas se ruborizaron, y podía escuchar los pensamientos a millas y millas de distancia. Es el efecto que tiene la sangre fresca en mi cuerpo. Me embriaga un sentido de invencibilidad y eternidad.

El cuerpo vacío del vagabundo semidesnudo cayó al piso. El cuerpo terso de Valeria se encontraba tembloroso, justo al lado. Su piel desnuda estaba decorada con unos golpes, y un puñal enterrado en su costado. Estaba muriendo rápidamente. Alcancé a deslizarme entre sus pensamientos, y eran tan dulces como parecía su piel acaramelada. Entre su maraña gris vivían un perro, Boston, y un abuelo recién muerto, Don Pepe. Pronto estaré contigo, abuelo, pensaba ella.

Abrí la solapa de mi camisa, y con la uña de mi dedo índice, tracé una línea en mi pecho, la cual, instantáneamente, se volvió sangre. La levanté del suelo, la abracé, y el tinto caía como fuente de vida sobre su boca. El dulce la despertó, y besó mi pecho. Con cada beso, bebía. Con cada sorbo, las heridas de su cuerpo cicatrizaban.

Acerqué mi boca a su cuello, y la acaricié con mis labios. Con un delicado gestó, clavé mis dientes, y bebí de ella. Su sangre me refrescaba – tan dulce, tan limpia. Nos infundíamos vida el uno al otro.

Su piel caramelo se volvió más cobriza, asemejaba una princesa india. Me observó a los ojos, y sus labios pronunciaron una sola palabra: “Vampiro”. Pero su voz no tenía miedo, todo lo contrario. Ella sabía exactamente lo que estaba ocurriendo, y me abrazó fuerte. Ya mi herida se encontraba cerrada, al igual que las suyas.

“Explícame, háblame de ti. He leído del Nosferatu, pero sé que en la literatura lo veraz y la fantasía se entremezclan. Cuéntame.” – me decía con una voz dulce, pero inquisitiva.

Le hablé de mí, narré toda mi historia. Le conté acerca de Verónica – de cómo la amé, y de cómo me odió. Le hice mil historias de paz y guerra, de conquista, y de los errores de las religiones, porque ni Dios ni el Demonio existían. Y justo finalicé mis palabras, me reflejé en sus ojos y me adentré en su mirada. Con un parpadeo, mi presencia se convirtió en menos que un recuerdo. Para ella, me acababa de convertir en no más que una de esas brisas pasajeras que suelen acompañar al viento.

Hoy vestía una capa marrón, que hacía juego con mi correa y mis zapatos. El resto de mi vestimenta era negra, lo cual resaltaba la palidez de mi piel hambrienta. Mi cabello estaba despeinado, y mi rostro no lucía afeitado. Mi piel olía a tierra y especias.

Me disponía a acompañar a Valeria en su caminata nocturna, sin que ella lo supiera.

Solía jugar con su imaginación. Le presentaba mi rostro o mis colmillos por fracciones de segundos, pero tan rápidamente, que no lo podía distinguir. A veces, le mostraba su cuerpo muerto, sin sangre, con dos agujeros en sus muslos, en sus brazos, o en su cuello. Esas visiones la aterraban.

Se había vuelto mi juguete. La acechaba, hasta a veces pensaba en hacerla mi compañera.

Ella regresaba de su trabajo caminando por un laberinto de calles oscuras que la conducían directamente a su apartamento. Era la misma rutina que repetía todas las noches. Llevaba un año caminando junto a ella, entre las sombras. Mis pasos se escuchaban a lo lejos, a veces como gotas de agua, otras, como golpes del martillo de un herrero. Asustada, aceleró su paso.

Corrí por su lado en varias ocasiones, levantando su falda, como un huracán de carne muerta. Luego, casi imperceptiblemente, rasguñé un muslo.

Sangre.

Como rocío mañanero, descendía sobre su entrepierna, y mis sentidos enloquecieron. Este juego avivaba tanto mi hambre como mi curiosidad. Corrí nuevamente cerca de ella, casi invisible, y di otro zarpazo con mis uñas cristalinas, esta vez, arranqué un trozo de su traje. Ahora, ella corría despavorida por aquellos callejones, muda del miedo. Sus gritos morían en su garganta.

Me acerqué, y dejé que viera mi cara. Arranqué el tope de su traje, y besé sus senos con mis colmillos. Valeria se encontraba al borde del desmayo, pero al verme, mil sueños, acompañados del vago recuerdo de mi rostro, surcaron su mente. “Te conozco, vampiro.”

“Si” – contesté, besándola apasionadamente y mordiendo sus labios. Ella me correspondía, y sus gemidos hacían eco en mi garganta. Me divertía, perdido entre sus pensamientos.

Su miedo se transformó en una curiosidad lujuriosa. Mi deseo de juego se convirtió en una pasión desmedida. Arrancamos lo que quedaba de nuestras ropas, y nos ocultamos entre las sombras. Con cada sorbo de su sangre, sentía como se erguía mi sexo, y en un rápido y sutil movimiento, entré en su cuerpo.

Nos movíamos con agilidad felina. Nuestras voces sólo hablaban nuestros nombres, ininteligibles. Nuestro aliento era férreo y sensual.

La luna nos hacía compañía, y entre nubes nos descubría. Acompañado de uno de sus últimos destellos, la mordí desmedidamente. Tragué casi toda su sangre y sus lágrimas, que se adueñaban ahora de sus mejillas. Y cuando casi no escuchaba su respiración ni sus latidos, y su piel se sentía casi fría, corté mi yugular con mis uñas, y acerqué su boca.

Bebe y vive, siempre en mí, y para mí.

Y mientras se deleitaba con mi vida, corrí rápidamente con ella en un abrazo hacia un cementerio cercano. Y bajo la tierra de la fosa de un inquilino nuevo, dormimos como si fuéramos uno.

Abrí mis ojos.

Una sangre negra y espesa empapaba mi cuerpo. Una sangre roja, como cabernet, resbalaba sobre unas mejillas cobrizas que me observaban fijamente. Nuestros colmillos estaban a la vista, como dos felinos al borde del ataque, mas yo sería incapaz de lastimarla. Ella, mi creación, mi hija, mi nueva amante, atravesaba mi corazón con una viga de acero centenaria.

– “Demonio”, dijo Valeria, con voz pausada.

– “No. Amante. Padre. Protector. Nunca Demonio, porque ni esos ni los Ángeles existen.”

Con una velocidad irreal, arrebaté la lanza de sus manos, la desenterré de mi corazón, y deslicé mi lengua sobre ella.

– “Mi sangre es amarga. La tuya era dulce, hasta anoche. Ahora es igual que la mía. Vamos a adueñarnos de las penumbras, no temas. Ahora nosotros somos los Ángeles y Demonios que mientas. Somos los queridos Dios. Ven, vivamos bajo la luna.”

Ella me miró, estupefacta. Me acerqué y la besé en los labios, luego en su frente. Valeria asintió, y huimos de aquel lúgubre lugar, corriendo entre sombras y callejones, desnudos, sucios y sedientos.

Lluvia

Quiero que llueva
húmedo y con fuerza
empapando mi piel desierta
mis pies, mi pecho, mi cabeza
que no me seque el viento
ese sería mi lamento
porque esta agua refugia peces
y sumerge mis pensamientos.

Que enjuague mis ideas
y se mojen las dormidas
que se ahogue mi otro yo
quién sale bajo el sol
y quede sólo el nocturno
caminando en la penumbra
que quede este vampiro
devorando el girasol.

Que se mojen mis trapos
y me enferme en agonía
porque esta es lluvia fría
la que me moja en este día
que me hace refugiarme
silencioso en mi guarida
cuando aborrezco esta vida
la de este río y la mía.

Eres tú, agua helada
tormenta que vuela dormida
rescatas mis verdes hojas
en mi calor vives rendida
mantienes mi mente en guerra
mis dos labios entreabiertos
mis pies descalzos en el suelo
dando tumbos sedientos.

Ven, llueve sobre mi ropa
ven y llévate mis derrotas
empapa mi cuerpo completo
derrámate sobre mi copa
porque tu cuerpo vive tendido
sobre la gracia del cielo
que llueva, ahogue mis ideas
y embriague mis pensamientos.

Vampiro

“La eternidad es un concepto imposible de comprender por el hombre, por la naturaleza perecedera de todo lo que conoce.”
Hace mucho tiempo que soy vampiro. He aprendido bastante acerca de nosotros en los libros y en la televisión, aunque la mayoría es ficción. Ni las cruces ni el agua bendita me afectan, ni siquiera atravesar mi corazón podría causarme algún daño: todas son falacias del cine y de escritores con mucha imaginación. Lo único que tengo prohibido es caminar durante el día, porque sólo un destello de luz solar podría transformar mi cuerpo en cenizas. Mas aún así, quién lo puede asegurar, tal vez es también parte de la mitología popular.

Soy vivo, mas evidentemente, no en una forma natural. Soy, como puede imaginar, inmortal.

Puedo escuchar los lamentos de las ánimas y los latidos de un corazón a varias millas de distancia. Mis colmillos son largos, como los de una pantera, y afilados, como la espina de una rosa. Mis uñas parecen de cristal, y mis lágrimas son sangre. Cuando no me he alimentado por largos periodos de tiempo, mi piel irradia cierta brillantez sobrenatural, la cual me dificulta el caminar entre los mortales sin levantar sospechas acerca de mi origen. Y creo que usted, amigo lector, debe conocer el tipo de dieta que llevo, la cual es la característica que más distingue mi naturaleza de la humana. Han sido el tiempo y la experiencia mis mejores compañeros en esta aventura, ayudándome a separar los mitos de las verdades.

Este relato que les voy a narrar describe uno de los sucesos más significativos en mi existencia como caminante nocturno. Ocurrió luego de seis meses de haberme convertido en Vampiro.

Unas nubes grises, las cuales amenazaban con derramarse sobre la tierra fresca, opacaban los destellos de la luna en cuarto menguante.

Podía escuchar el crujir de las hojas al ser acariciadas por el viento; distinguir, mejor que nadie, los colores de los murales pintados en los viejos edificios de la universidad; respirar el delicioso perfume de las margaritas que florecían en bosques lejos de aquí, inalcanzables por la mano del hombre.

Algo que me deleitaba, y aún lo sigue haciendo, era escuchar el murmullo característico de las ánimas de las multitudes.

Allí me encontraba, parado frente al teatro, mi pensamiento dirigido hacia aquel torrente de emociones que emanaba del público, de los actores, del director de la obra que allí se presentaba. En fin, de todos los cuerpos almados que allí se encontraban. Jugué con sus mentes — con todas ellas — y las leía, como quien lee una revista. Me burlaba de sus deseos, de sus miedos, de sus risas y de sus llantos silenciosos, porque yo conocía el verdadero significado de la existencia. Fue ahí donde la encontré.

Su piel era blanca como la nieve; sus labios, como los pétalos de una rosa, suaves y delicados. Su alma tenía una delicadeza angelical y una sensualidad que enloquecía mis sentidos. Pude saborear su nombre en mis labios: Verónica.

Quería robar sus besos, sin quitar su aliento; sentir su piel, sin quitar el color rosa de sus mejillas. Pensar en su sangre recorriendo mis venas me hacía vivir. Sentía nuevamente el delirio humano, el cual había olvidado hace algún tiempo.

Verónica, ven, y dame tu aliento.

Yo estaba recostado de una pared sombría, desde la cual podía estudiar el movimiento de las multitudes entrando y saliendo del teatro, y, al mismo tiempo, ocultar el extraño resplandor característico de mi piel. Contemplaba la puerta de salida del teatro, donde ella aparecería.

Poco a poco, la penumbra que envolvía aquel lugar dejaba entrever una figura. Ahí estaba, bella en un vestido rojo, que resaltaba irresistiblemente la palidez de su piel. Su cabello estaba recogido, permitiéndome ver claramente su cuello, el cual se extendía hasta el cielo mismo.

Puse mi nombre en sus labios, y aunque me encontraba a muchos metros de distancia, pude ver como se transformaba su boca al invocarme en un débil suspiro.

Ella caminaba hacia la oscuridad que me rodeaba. Nos atraíamos como los polos opuestos de un cuerpo, ahora los polos opuestos de la existencia misma.

Ahí estaba yo, en mi vestimenta impecable. Llevaba una camisa negra de mangas largas y unos pantalones gris oscuro. Mi cabello negro, que hacía juego con mis ojos azabache, caía un poco más abajo de mis mejillas. Mi sonrisa perlada resplandecía, y resaltaban mis colmillos felinos.

Me acerqué a ella, y no sintió miedo: sabía quien yo era antes de ser Vampiro. Ya mis ojos se habían reflejado en los suyos; ya su nombre se había derretido en mi lengua.

Tal vez por eso la llamé. Siempre deseé poseer su carne y su espíritu; siempre quise sentir su dulce beso y su piel bajo mis uñas. Ahora todo era diferente: podía entrar en su mente y leer su espíritu, lo cual hice, nuevamente, mientras la miraba a los ojos.

Verónica sabía lo que yo estaba haciendo, mas no se resistió. Todo lo contrario, me abrió su interior y me mostró sus más íntimos secretos, sus fantasías y sus delirios. Desbordó toda su pasión en un pensamiento que estremeció mi cuerpo. Se acercó a mí, y tomó mis manos heladas, acarició mi rostro muerto, y siguió perdida en mi mirada. Era ella, ahora, quien trataba de buscar en mi alma, pero su condición humana no se lo permitía.

“¿Qué te ha pasado? ¿En qué te has convertido? ¿Qué eres?” – susurraban sus labios, ahora, con un poco de miedo.

Yo estaba ahí, sólo repitiendo su nombre en mi pensamiento. Mis labios eran incapaces de moverse. De la misma manera en que había puesto mi nombre en sus labios antes, susurré en su mente:

Verónica, hace tiempo que mi alma clama por la tuya. Hace tiempo que mi boca delira por tu piel, y mis manos por tu beso. Acércate a mí, y regálame tu hálito. Déjame beber del cáliz de tu cuerpo, y bebe del mío, para así culminar esta desesperación y comenzar una aventura. Vamos a convertirnos en una historia sin comienzo ni final, porque así es mi deseo por ti, infinito.

Ella parecía saber en qué consistía el ritual. Era lo único que los libros y el cine habían logrado reconstruir de la manera más fiel.

Se acercó aún más a mí, soltó su cabellera, y me besó. Aquel beso duró más de una vida, y fue, en ese momento, que se desbordó toda mi pasión. Ella cortó accidentalmente su lengua con mis colmillos, permitiéndome saborear esa sangre, tan llena de pasión y de vida, que circulaba sus venas. Un suspiro y mil gemidos escaparon de mi boca. Un escalofrío recorrió su delicada piel. Mordí mis labios, para que ella también pudiera saborear mi sangre. Al hacerlo, enloqueció apasionadamente. Ahora ella gemía.

Nos habíamos deslizado de sombra en sombra, hasta llegar a un lugar completamente desolado, lejos del teatro. Nuestros labios estaban llenos de una misma sangre; bebíamos de la copa que formaba nuestro besar.

En medio de ese remolino de emociones y caricias, deslicé mi boca desde sus labios hasta su cuello, y clavé mis colmillos de la manera más sutil, ella sintiendo el más delicioso dolor. Dejó escapar un suspiro, y otro escalofrío recorrió su cuerpo de pies a cabeza.

Sus manos encontraron las mías, y con sus uñas desgarró la piel de mi muñeca, derramando mi sangre con la promesa de una vida eterna.

Toma, bebe mi sangre, y sé eterna en tu amor por mí. Eterno soy en mi amor por ti.

Acercó mi brazo a su boca, y bebió. Mientras yo bebía de su cuello, ella bebía de mi muñeca, formando un circuito de vida mortal y vida eterna. Sentía sus senos contra mi pecho. Mi sexo se erguía, lleno de su sangre. Ambos éramos inmortales en nuestro deseo.

Mis manos descendían hasta sus piernas, se deslizaban sobre su piel, jugaban con su cabello, con su vestido, y con la brisa que acariciaba mis dedos y su espalda.

Mis besos viajaron desde sus labios hasta su pecho, desde su pecho hasta su vientre, desde su vientre hasta su pubis. Ella, con una mano, acariciaba mi cabello, y con la otra, mi espalda, ahora caliente porque su vida nutría mi cuerpo.

Mis labios se enmarañaban en su sexo. Mi lengua saboreaba el dulce néctar de su interior. Mi alma escalaba sus piernas temblorosas, se ahogaba en un suspiro al besar su cintura blanca, y renacía en el dulce de su sangre, que bañaba nuestros cuerpos.

Ella rasgaba mi pecho y mi espalda. Yo clavaba mis uñas en sus muñecas, y bebía aquel vino, que chispeaba dulce en mi boca.

En aquel momento, nuestros cuerpos estaban cubiertos por los vestigios de nuestra ropa. Eran, sólo, trozos de tela tintos y húmedos con el rocío de la noche y de nuestro líquido vital.

Yo estaba agotado por la sangre que había perdido. Verónica, aunque había perdido más que yo, había cobrado una nueva fuerza sobrenatural — poseía el vigor de inmortalidad.

Ahora ella bebía de mi cuerpo, de las heridas que tenía en mi pecho y mi espalda, mientras mi sexo buscaba más sentido en su interior. Entre suspiros y gemidos corrían nuestras almas, dándole significado a esa muerte inmortal que ambos estábamos compartiendo en ese momento.

Nuestro éctasis culminó con la amenaza de la luz del alba, en esta primera noche de la aventura de nuestra nueva existencia. Estaríamos, ahora, juntos en un para siempre, a escondidas del Sol, durante todas las noches de la eternidad.

Esa noche murió el cielo. Las almas caían felices a la Tierra, donde pueden sentir, nuevamente, el delirio terrenal.

“ ‘Love?’ I asked. ‘There was love between you and the vampire who made you?’ I leaned forward.

“ ‘Yes,’ he said. ‘A love so strong that he couldn’t allow me to grow old and die. A love that waited patiently until I was strong enough to be born to darkness.’ ”

Fragmento de Interview with the Vampire,
escrito por Anne Rice.

Caminamos rápidamente cerca del teatro, el cual estaba ahora, completamente vacío.

La lluvia, que golpeaba impetuosamente las aceras de aquellos oscuros callejones y humedecía nuestros cuerpos, era la única compañía que teníamos. Nos movíamos tan rápido, que de alguien haber estado en las cercanías, no hubiera podido vernos. Bailábamos al unísono con las sombras.

Nos detuvimos frente a una ventana, la cual estaba iluminada por la luz tenue que ofrecían unas velas. Verónica se acercó y observó sus manos y el reflejo de su rostro en el cristal. El color rosa que habitaba sus palmas y sus mejillas había desaparecido, al igual que la vida como la había conocido hasta ese momento. Poco a poco, se le hacían visibles los colores imposibles de capturar por los ojos mortales. Poco a poco, comenzaba a escuchar los lamentos de las almas. Poco a poco, crecían unos colmillos afilados dentro de su boca.

“¡Qué eres! ¡Qué soy! Mis manos se han vuelto pálidas como la muerte, pero puedo respirar, ver y sentir. ¡Qué es este frío!” — gritaba Verónica, horrorizada y sorprendida — “¡En qué me has convertido!”

Le contesté, esta vez utilizando esa voz, tan natural para los humanos, pero tan olvidada para mí:

“Eres ahora quien siente la pena que acosa las almas, quien escucha el crujir y caer de los pétalos de una rosa. Eres, ahora, una con la noche. También quien le brinda la muerte súbita o la vida eterna a la existencia perecedera.”

“El frío que sientes es la sangre muerta que ahora circula por tus venas, y la nueva vida que estas adoptando. La vida que Dios una vez te brindó te está abandonando; al mismo tiempo, la que yo acabo de soplar en tu corazón sostiene tu alma y alimenta tu cuerpo, y así será hasta el final de tus días, el cual, tal vez, nunca verás.”

“Sé que esto puede parecerte sinsentido. Lo único que puedo asegurarte es que eres Vampiro en la eternidad, y eterna eres en mi amor.”