La Muerte De Katerina: Día Dos

Ver el “Día Uno”…

“Háblale.”

“No, háblale tú, que estás cerca de su oído.”

“Katerina” – susurraba – “¡Tan grande y tan pálida! ¡Tan gris!”

Con un giro de su cabeza, una de las diminutas arañas cayó al suelo, mientras la otra se aferró fuertemente a su oreja. Con un poco de impulso, entró en su oído.

Ahora su voz era estruendosa: “Ahora soy parte de tu pensar. ¡Me tienes atrapado en esta mugre! ¡Seré parte de tu carne y de tu cerebro hasta que mueras!”

Desesperada, Katerina tomó unas tijeras, y comenzó a rascarse violentamente los oídos y la cabeza. Sangre se disparó explosivamente, y un alarido escapó sus labios.

Ahora, la voz reía maniacamente: “¡Puta gris, llegué para quedarme!”

Sin poder aguantar más, corrió desde su baño hasta su cuarto en el segundo piso, y de un salto atravesó aquella ventana de cristal que una vez sirvió de marco para su cuerpo colgado.

Escuchaba los gritos en su interior, pero también sentía la brisa abofeteando su rostro.

Súbitamente, la yerba fresca acariciaba su cuerpo, y las voces eran ahora mudas.

Cuando abrí los ojos, vi unos pájaros negros volar justo frente a mis ojos, tan cerca, que parecía que se iban a enredar en mis largas pestañas. Traté de alcanzar uno con mis manos, pero desapareció entre mis dedos.

Me levanté, y pude admirar aquellas flores extrañísimas que vestían el patio de mi casa, las cuales hacían cosquillas en mis pies. Eran pequeñitas, negras, y con su centro rojo. Caminé sobre ellas, alrededor de una casa muy similar a la mía, pero no creo que lo fuera, porque esta era vieja y descolorida. Además, mi casa tenía tejas color ladrillo brillante, y las que veo tienen el color de la sangre seca. Decidí alejarme un poco, porque su olor a humedad me daba náuseas.

Más adelante, pude divisar un cuerpo inerte en el piso. Tenía un parecido conmigo, pero no era yo, pues yo estaba aquí. Era como una reflexión de espejo, pero inmóvil, y con su cara cubierta de sangre, vidrios y astillas. Había unas tijeras que salían de un ojo.

Di media vuelta, y cerré los ojos. Podía escuchar el zumbido del viento, y sentirlo en mi rostro. Podía saborear la grama fresca. No era ni de noche ni de día, no veía ni sol ni luna: era todo una tétrica penumbra. Poco a poco se iba aclarando mi memoria. Debo estar muerta, pero es tan distinto a la primera vez que lo estuve. La magia había sido reemplazada por un aroma a miedo.

A lo lejos, divisé una pequeña cueva, hacia la cual me dirigí.

La entrada estaba cubierta por un musgo marrón, como espumoso. Se escuchaba un eco reconfortante en su interior, así es que entré. Creo que escuchaba música. No, eran pequeños gemidos melodiosos. Eran voces que exhalaban el placer de la carne. Me percaté que esta profundidad húmeda tenía un olor a mar, un aroma sexual.

A medida que me iba adentrando en la cueva, el olor se intensificaba, y los gemidos se escuchaban más fuertes, y poco a poco mi cuerpo enloquecía. Sentía el placer extraño de quién hace travesuras y es observado secretamente. Me recosté de una pared y me deslicé hasta su suave suelo. Acaricié mis senos, pellizcando mis pezones. Aquel olor acariciaba mi cintura y mis muslos. Con mis manos, exploraba los menudos vellos que rodeaban mis entremuslos, y acariciaba aquel pequeño pedacito de carne que iba cobrando rigidez. Mis suaves gemidos hacían compañía a la musicalidad de aquella gruta. Mi cuerpo se encontraba húmedo con perspiración y lujuria.

Sentía unas manos invisibles haciéndome el amor, inundando mi boca con su éctasis, y acariciando mi cuello con su lengua. Junto a las naturales contracciones orgásmicas en mi vientre, sentí algo moverse, justo ahí adentro. Súbitamente, mi placer se convirtió en una desgarradora agonía. Unas patas antropoideas salían del núcleo de mi placer, rompiéndome, como un parto, pero no uno humano. Fatigada pude observar como una gigantesca araña cubierta de sangre huía de mi cuerpo, caminando por las paredes de aquella tenue cueva. Aquel horrendo animal cruzó un enorme acantilado, hasta llegar al otro lado.

A medida que la araña se alejaba, dejaba atrás, como rastro, un fino hilo sedoso, que formaba un puente entre ambos lados del vacío.

Perseguí con mis ojos aquella tela sedosa, hasta llegar a su origen, donde se cruzaron nuestras miradas. Ella reía burlonamente, y repetía: “Eres gris. Ayer eras gris. Aún adentro de tus oídos mugrientos, sigues gris, como ceniza de cigarrillos, como el polvo de tus huesos.”

Me armé de valor, y decidí cruzar aquel fino puente para confrontar aquel maldito ser, que me atormentaba, y que es responsable de estos vidrios que visten mi rostro.

Luego de caminar dos o tres pasos, me encontraba frente a ella. Con sus mil ojos, y conservando una postura estatuesca, me observaba, y con un inesperado movimiento, devoró mi piel. Mi alma huyó despavorida, buscando refugio en las sombras más oscuras de la cueva. Era yo ahora un músculo vacío, frío, y rígido.

Sin poder contenerme, caí al suelo, temblorosa.

Aquella bestia se acercaba, al parecer, a concluir lo que había comenzado, y así lo hizo. Arrancó primero una de mis piernas, luego devoró los dedos de mis manos, y luego, el resto, de un solo golpe.

Sobre aquella oscuridad que digería lentamente a Katerina, se observó una luz. Dos, tres, más rayos de luz, como dedos, o como un cuchillo, entrando por el vientre de la araña. Ella pudo ver su rostro reflejado en aquella luminosidad. Era ella misma, su alma que había salido de su escondite.

Poco a poco, se fue volviendo tenue la luz, y el espacio se iba encogiendo.

Sentía al monstruo encogiéndose a mi alrededor, y lentamente, su piel se convertía en la mía. Ahora, no hay más araña, lo que queda es un pellejo gris sobre mi luz.

Me sentía libre, aunque presa en aquella cueva, cuyo puente sedoso había quedado destruido.

También sentía el suelo caer a mi alrededor. Y yo me derrumbé, también, junto a la cueva.

La luz entró a través de uno de sus párpados, y junto a ella, un fuerte dolor en todo el cuerpo. Saboreaba sangre, madera y cristal, y escuchaba voces acercándose, junto al llorar de una ambulancia.

Una vecina la agarraba fuertemente de la mano.

“Ya viene ayuda, Kathy, no te preocupes.”

Y ella sonrió. Había muerto por segunda vez, y ahí estaba, de regreso a su cotidianidad, su gris, al igual que ayer. Su respiración era débil, y estaba segura que, lamentablemente, todo estaría bien.

La Muerte De Katerina

Katerina se encontraba al borde de su cama, al igual que hacía diariamente en las mañanas y en las noches, antes de dormir. A veces pintaba sus uñas, otras, si iba a lucir una falta corta, pasaba lociones sobre sus piernas. Hoy sus manos modelaban una lánguida soga sintética entre sus dedos.

Escuchaba una dulce voz, dando gritos dentro de su cabeza.

“No tienes nada que perder. Hazlo. Anda y hazlo.”

“Siénteme acariciar tu cuerpo, tus manos, tus senos, tu cuello. Déjame mezclarme con tu alma, abrazar tu vida tan fuertemente, que no vas a querer dejarme atrás.”

Había terminado su relación con su novio hacía meses, sus padres habían fallecido, y su trabajo era demasiado monótono y poco aventurero.

“Hazlo, anda” – repetía, junto al eco sordo en su interior.

Llevaba planificando ese día por meses. Había nombrado a la cuerda “Génesis”, y había previsto donde tendería su cuerpo: debía hacerlo frente a la ventana, porque quería que su último acto fuera dramático.

Sin pensarlo mucho más, se acerco a la ventana, se paro en una silla, ató un extremo de la soga del riel de las cortinas, envolvió el otro alrededor de su cuello, cerró sus ojos, y dejó caer su cuerpo al vacio, acompañado por un redoble hueco, como el murmullo de la caída del mueble.

Todo se veía nublado, oscuro. Veía formas las cuales no reconocía. Sentía el desasosiego típico provocado por la falta de compañía dentro de la oscuridad total.

A medida que mi vista se iba aclarando, pude identificar una luciérnaga, que navegó a través de mis manos sin el más mínimo esfuerzo. Mi cuerpo era translúcido, pero era ente, aunque se deslizaba con la brisa de aquel oscuro lugar. Aunque realmente no podía asegurar la oscuridad, porque no distinguía luz, pero mi visión era perfecta. Yo era una con aquellas tinieblas. Mis ojos eran pequeñas lentejuelas, y los menudos vellos de mis brazos, pequeñas algas luminosas.

Escuchaba unos quejidos a lo lejos. Creo que puedo casi ver la voz, y palpar el llanto. El llanto era copioso y la voz era roja.

Este lugar era tan inverosímil… Me conmovía y me confortaba, me aturdía, aunque nunca me sentí tan viva, tan despierta. Mi respiración se sentía fría, pero real.

Mis brazos se alargaban, y podía beber con ellos el vino que se encontraba en aquel pozo. Bebí por horas sin embriagarme. Sentía insectos bajo mi piel, veía unas cucarachas comiendo las uñas de mis pies.

Entonces, recordé, y toqué mi cuello. Tenía unas raíces que se entrelazaban desde mi cintura, por dentro de mi pecho, y salían por mi boca. Me ahorcaban, desde adentro, mi respiración ya no era fría – era ahora inexistente. Pero Génesis me inspiraba tranquilidad. Mientras fuera ella quien se entretejía con mi cabello, todo estaría bien.

Nunca había visto sus ojos verde brillantes, ni me había percatado de su cabellera rubia, suave, delicada, pero con la fuerza de dioses. Génesis lamía mis lágrimas, las cuales no me había percatado que fluían incesantemente. Me mordía también, suavemente, los lóbulos de las orejas.

Pero había alguien más ahí, alguien que quería robarme ese mundo de sombras embriagantes. A lo lejos, veía sus manos grises acercándose. Desesperé, e intenté correr, pero las manos me alcanzaron, y comenzaron a despedazar mi carne.

En un último intento, y con mi última piel, suspiré, y me deje caer del viento.

“¿Qué ocurrió?”

“Te encontramos en el suelo. ¿Estás bien?”

“Si, me duele el cuello. Déjame pararme…”

“No te muevas, que aquí están los paramédicos. ¡Estás loca!”

Las voces se iban desvaneciendo poco a poco, la luz era tenue, y el sueño aplastaba mis párpados.

Hoy me encuentro al borde de mi cama. Génesis no me acompaña hoy, pero la extraño, y extrañamente la deseo.

Cierro mis ojos, y puedo sentir las voces mudas acariciando mi cráneo, desde adentro. Se siente como un déjà vu – debe ser una segunda oportunidad. Sólo quiero nadar en el viento, para siempre gigante en mi oscuridad.