Anoche sentí tus labios, temblorosos y fríos, acariciando los míos. Mi habitación estaba impregnada con el olor de tu piel. Sentía la textura de tus rizos acaramelados entre mis dedos.
Te recordaba aquella tarde, caminando por la orilla de la playa, cuando nadabas en la brisa y te mojabas en el rocío del mar; cuando tu alma se envolvía en la espuma y en la arena, y mi desesperación alcanzaba el cielo, como la sal cuando rompen las olas.
Junto al atardecer, estaban tus ojos, y de ellos estaba prendida mi alma, ocultándose en la mirada de tu encanto.
Nos recordaba jugando al esconder. Durante años huiste de mí, y yo, de ti. Pero un día, volamos alto: nuestras almas bailaron en la luna del infinito.
La noche era fría, aunque más fría fue tu despedida inexorable. Me dejaste cautivo en este cuerpo. Ahora, mi alma es presa del viento, y mis labios, adictos a tu besar.
Me recuerdo abrazándote a la orilla del mar, escuchando las sirenas cantando sus himnos a nuestro son, mientras sentía tu respiración caliente en mi cuello. Nuestros corazones latían rítmicamente, suspirando al unísono.
Recordaba el día cuando nos prometimos la eternidad, y la tarde en que llegamos al final del para siempre.
Tu cuerpo de nieve, de fuego, etéreo, me quemaba anoche. El alba y unas lloviznas que encontraron su camino entre las ventanas te hicieron huir de mi habitación. Fueron el frío que tenía en las manos, el sudor que bañaba mi pecho, y el vacío que llevaba mi alma, quienes me aseguraron que no eras tú, que sólo soñaba con un recuerdo de lo que pudo haber sido, pero no fue.