Un coleccionista es aquel que adquiere cosas sin necesidad. Sólo lo estimula el placer de adquisición, y si obtiene algo que es único, el placer es mayor.
En el mundo hay diferentes tipos de coleccionistas. Existen los coleccionistas de azares, los de almas y los de girasoles. También, los de mañanas y los de corazonadas. Pero hoy vengo a hablar, no del más grande ni del más genuino, pero si de uno que nos roba motivos: el coleccionista de soles.
Este ente es un gigante que, aunque de primera intención parezca ausente o invisible, está ahí. Nadie lo ve, en el presente tal vez, pero se ha visto en historias, en letras de esas transitorias. Lo conocemos en cuentos de niños, mimos y taínos. Porque éste viene desde el antes, nos llora encima robándonos las medicinas.
Nunca se percató que su gesta se convertiría en afrenta. Porque, aunque las luchas nacen en sueños, viven de día, y sin sol que nos alumbre, quedan como ideas.
El pueblo dormía, y no se movía porque no tenía alba, solo pequeños luceros suspendidos de lo negro, que el coleccionista aún no alcanzaba.
El nuevo dueño de la vida verde guardaba los soles junto a sus pupilas, hacía de cada parpadeo un eclipse, y de sus siestas, la nueva noche. En los mundos había sólo algas marrón, tierra y modorra.
Poco a poco, los pueblos de lugares insóleos se mudaron al cuerpo del coleccionista. Los que buscaban calor, corrieron a su nariz. Los de planetas fríos viajaron a sus manos. Y los de planetas traviesos, se escondieron en su cabello. No existía uno que no añorara el calor que reinaba en sus ojos, pero no existía un campeón capaz de realizar el despojo.
Y así vivió el universo, cada día más oscuro, viviendo de fe, respirando anhelos. Abandonaba sus afanes en un letargo, en el paraje de los justos que siempre duermen.
En el cumpleaños número trescientos, de la necesidad surgió un héroe con el corazón negro, pero en su cerebro el deseo de ser libre en amor y dependencia. Añoraba conocer la verdad que existía tras el egoísmo de este gigante dormido.
Ya al antólogo no le interesaba coleccionar, era dueño de la luz solar, aquel fuego eterno que contaban las leyendas. Y el adalid, armado con espadas, lanzas y llantos, a las pupilas del gigante fue a morar. Y cuando el pueblo vio que podía, lo fue a acompañar. Y cuando los planetas vieron que era posible, fueron a criticar: “¿Por qué el héroe y su pueblo eran los únicos que los ojos podían poblar?”
Se mudó el universo a los ojos del gigante, y aquel que no era muy galante, los fue a espantar, porque olvidó que no es robo cuando se recupera lo propio, ya sean vidas, sueños, o luces. Eran ahora lagañas que sus dedos no podían limpiar. Y parpadeó rápido, incesante y maniático, porque el paladín de los planetas y los niños cometas le querían hurtar.
Y así cayeron los héroes, los planetas, y las patrias sinceras. Huyeron, desistieron de la gesta, y en silencio volvieron a morar.
Todavía se escuchan los ronquidos de aquellos pequeños mirando el cielo negro y sin luceros, lleno de anhelos porque el coleccionista de soles les robó la libertad, perdón, la voluntad.