Los ángeles de Dios volaban rápidamente, errantes y suicidas, estrellándose contra el vidrio que los contiene – sesenta caen cada minuto, y yacen ahí, en el suelo, mirándose unos a otros, tomando la forma de una pila de sal.
“¡Silencio!” – gritaba el gran Director de la obra, y en silencio yo observaba la caída de las hojas del nogal, el florecer y marchitar de las margaritas. En silencio experimentaba como tu belleza acariciaba mis labios y se escapaba entre mis dedos.
Después de tanto callar y desear, mis palabras salían mudamente enloquecidas de mi garganta. Se convertían en suspiros débiles, pasiones ahogadas y tristes amaneceres, uno tras otro, hasta que llegó un valiente y se convirtió en lápiz, y otro, en papel, mientras tú continuabas siendo el néctar de una inspiración irrealizable: musa de pensares y lenguas vagantes en un mar de deseos.
Amándote desde un cuaderno lleno de cuentos, dónde la única realidad es que soy un Quijote sin aventura, ni gloria, ni historia. En silencio bebo, sorbo tras sorbo, de una copa de polvo, embriagándome con sal y soledad, deseándote, y contando los minutos que caen dentro del vidrio, los ángeles, las letras, y los pétalos de margarita.