El muerto nos habla, y lo ignoramos.
Los soñamos en una alta nube, o nos invaden sus daltónicos recuerdos. Pasean entre risas o quejidos, siempre rondando sombríos. El muerto divaga discreto, mientras alargamos su partida. Pero no lo escuchamos, tan sólo lo lloramos.
Pero léanme bien: Los yertos, aunque han culminado su trayecto, en su silencio aparente nos narran, entre estampas, fotos, sueños, y recuerdos, su historia, la vivida previa a su huida.
Nos narran sus cuentos, recitan sus canciones, y entonan sus versos. Y es en ese momento cuando los damos por vivos, porque los oímos. Pero están más que muertos, son una colección de huesos fríos. Y lo que conocemos como la voz del despedido, no es más que el viento recorriendo su recuerdo.
Nos hablan de sus errores, sus aciertos, de odios sin sentido y del cariño, ¿pero qué saben de eso los muertos?
Pues en su aparente ignorancia, nos han legado la experiencia de los años. Recordemos esos cantares, épicas, y romances legendarios, esos que tanto imitamos los que caminamos.
Cuando los muertos nos hablan, mediante su quedo testamento, esperan que los escuchemos, aprendamos, y vivamos. Y mejor si no los pensamos muertos, más bien, de carne livianos.