Ver: Día Uno | Día Dos
Podía sentir el viento de la carretera sacudiendo su cabello. Noventa y cinco millas por horas marcaba la manecilla del reloj. El indicador de adrenalina iba ascendiendo, y la medida era la comisura de su boca. A veces se escapaban carcajadas. El zumbido inapaciguable de las gomas la hacía invencible. Por su ventana izquierda entraba el olor a mar, por la derecha, el olor a montaña y piedra.
La llegada de la curva en aquella estrecha carretera fue anunciada por unas trompetas. Se escuchaban a lo lejos, pero se acercaban rápidamente. Ciento diez millas por hora marcaban su sonrisa ahora.
En un parpadeo auditivo, las trompetas retumbaban en su cabeza, y sus manos temblaron. Con un súbito giro del volante, aquel Célica del noventa y ocho voló sobre la valla a su izquierda, como un bólido de cobalto, al mismo tiempo que aquel coloso metálico lo golpeó mientras estaba en el aire, sacudiendo la pequeña nave de hojalata, y a Katerina dentro de ella.
Sus oídos fueron colmados de un estremecedor silencio, y su piel se hizo húmeda con el llanto de las nubes, quienes ahora volaban rápidamente alrededor de su cuerpo.
Todo lo que me rodeaba estaba pintado con un cielo azul afónico. Yo caía, y veía como la desnudez de mi cuerpo era besada por pequeñas aves y tiernas nubes de algodón. No podía controlar mis carcajadas, las cuales huían mudas de mis labios.
Mi caída era fría, y frotaba mi piel intentando calentarme. Con cada caricia, las láminas que revestían mis músculos se desprendían, como débiles pétalos de una margarita moribunda. A medida que caíamos todos, mis pétalos y mi cuerpo, se iba revelando una piel blanca, como rabo de estrella. Aquellos pajarillos, que antes revoloteaban a mi alrededor, ahora devoraban mi dermis, la arrancaban furiosos, y de mi boca escapaban alaridos sordos.
Traté de balancear mi cuerpo, ahora sin piel, y cuando levanté mis brazos, me sentí ave. No, ave no, pero si volaba. Estaba planeando en las corrientes del viento. Miré mis manos, y eran ahora unas garras blancas y peludas, como las de una rata de laboratorio. Mis dedos se encontraban unidos mediante una fina y ligera membrana quiróptera. La claridad de las nubes me cegaba, y sólo me dejaba llevar por los sonidos de aquellas montañas, que aunque eran invisibles, me gritaban como quien quisiera ser vista.
Deslizarse sobre estas corrientes de aire era una experiencia inigualable. Sentí el olor a sal del océano, descendí a saborearlo, y pude ver mis ojos rojos jugando con el vaivén de las olas. Cuando casi podía sentir su humedad en mi boca, perdí el control, caí y me hundí rápidamente.
A medida que me hundía, esa agua quemaba mi piel, como el azufre de un volcán. Podía verlo todo mejor ahora, en estas aguas tenues, y, al mirar mis manos, estaban negras y llenas de escamas. Miré mi cuerpo, y se había tornado como marrón o verde, no estoy segura. Mi piel se sentía ahora gruesa, y, contrario a lo que pensaba, podía respirar bajo esa agua, igual que antes, como cuando mi cuerpo nadaba en las alas del viento.
Todo era bastante oscuro, aunque no me sentía desorientada. El sabor a sal era satisfactor, y la corriente jugaba conmigo, como quien quisiera demostrarme quien era más fuerte. Dentro de la penumbra que habitaba aquella profundidad, era perceptible su majestuosidad y su expansiva infinidad. No importaba hacia donde me desplazara, ahí estaba la Mar, llorando mi regreso a sus entrañas.
Realmente no sabía hacia dónde ir, los colores de los corales me divertían, y los pequeños cangrejos huían despavoridos cuando me les acercaba.
Decidí que estaba alejándome mucho de mi punto de origen, y que realmente me encontraba perdida. Me volteé a intentar retomar mi antigua senda, cuando vi un animal gigantesco, y de un respiro, me engulló.
Katerina iba dando saltos en su espalda dentro de la boca del cetáceo, esquivando sus dientes, hasta que llegó a un punto donde sencillamente resbaló a un vacío impregnado por un olor fétido, y lleno de otros trozos de materia que no podía descifrar. Intentaba agarrarse con sus dientes y sus pequeñas aletas, hasta que logró detener su descenso. Estaba colgada de algún lugar, pero muchos objetos a medio masticar, y grandes cantidades de agua y musgo la forzaron a continuar su recorrido por el cuerpo del animal. Sin pensando más, mordió, pero con una fuerza que sólo el instinto de supervivencia puede hacer posible posible.
Casi instantáneamente, se sintió envuelta en una maraña inexplicable y babosa, y fue disparada explosivamente a través de una especie de espiráculo índigo. Se sintió mareada, y cayó sobre un suelo suave y arenoso, el cual vistió su piel de dorado.
Me sentía un poco aturdida. Estaba desnuda, sucia, y sentía mis ojos muy cansados. Casi no los podía abrir. Cuando estaba prácticamente al borde de la inconsciencia, me sentí levantada del suelo. Entre mis pestañas divisé un hombre de piel color aceituna, irrealmente exquisito a la vista. Sus fuertes brazos me sostenían, de manera tal que mi alma no fuera a escapar de mi cuerpo, o al menos, esa impresión tuve.
Enjuagó mi cuerpo en el agua cristalina de aquella playa, limpiando mi revestimiento de arena, y dejando al descubierto mis senos rosados y mi suave pubis, el cual comenzaba a llorar ante semejante acto de sensualidad. Se acercó a mí, y me besó. Sus labios eran fríos, pero el interior de su boca era cálida, y su lengua, suave como terciopelo. Sus manos eran fuertes, y acariciaban mi cuerpo con la destreza de un pianista centenario. Mi cuerpo era esclavo de su voluntad, era inmóvil. Sólo mi pecho saltaba con mis interrumpidos jadeos.
Entonces logré componerme y levantar la vista. Pude apreciar su cuerpo desnudo, escamoso en las piernas y la cintura, como un tritón. Llevaba una corona de algas entrelazada con su cabellera. Todo era verde, marrón, con tonalidades cobrizas. Era como mirar una estatua, pero respiraba, y acariciaba mi contorno con su lengua.
Mi cuerpo se estremecía con cada una de sus caricias, con su sexo dentro de mí, con sus besos en mi cuello, y sus manos derritiéndose sobre mis senos. Esta vez, el silencio no pudo vencer mis pulmones, y mis gemidos estremecieron la fibra misma de mi alma.
Mis lamentos se volvieron agua, mi cuerpo se volvió frío, como la muerte. Mi respiración desapareció súbitamente, pero mi cuerpo seguía sacudiéndose en un fluir inconsciente extático. Mi corazón estaba envuelto en un escalofrío, y la boca que me devoraba hacía unos microsegundos, ya no lo hacía.
– “¡Señorita!”, exclamaba una voz, cuyo aliento podía saborear en su boca.
Entonces recordó aquel camión, y el zumbido de las ruedas de su automóvil.
– “Creía que no lo lograría, pero la salvé”, decía agitado aquel desconocido. “Su carro está en el fondo del agua, pero pude sacarla. ¿Cómo se siente?”
Katerina comenzó a gritar como loca, y perdió el conocimiento. El joven la dejó tendida en el suelo, tomó su teléfono celular, y marcó “9-1-1”.
He muerto muchas veces. Esta es la tercera, aunque siento que he muerto mil.
Mi cuerpo lleva las cicatrices de mis batallas inertes. Mis sueños llevan las cicatrices de mis gemidos.
A veces me siento volando, otras devorada, pero igual me da. Mañana será otro, y yo sigo aquí, lamentablemente viva y perdida en este laberinto maldito que me cavila, y planifica día a día como llevarme a la tumba fría por un rato, y devolverme, solo por joder mi existencia.
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