Este psicólogo compraba sándwiches de helado para sus pacientes. Iba todos los días a una comunidad de personas sin hogar, y les hablaba para entender aquel fenómeno. Allí encontró tecatos y empresarios, suicidas y más sicólogos.
Adquirió la costumbre de dar aquellas delicias a cada entrevistado, porque notaba como su dulzura los hacía recordarse niños, y con toda la candidez infantil, le hablaban.
Un día entrevistó un jovencito de diez años, quien disfruto del suculento sandwichito. Pero al ser tan joven, lo único obtenido fue un poco de confianza, porque gracias a su corta edad, era honesto naturalmente.
Un día, y muy misteriosamente, el psicólogo dejo de frecuentar aquel vecindario. Pero era sólo misterio para aquellas personas, porque la primera plana del periódico había leído hacía ya varios meses: Fallece familia de famoso sicólogo en accidente automovilístico. Este evento lo llevó a disfrutar una amarga adicción a la heroína, la cual lo abrazaba hasta olvidar.
Un día, sencillamente, no pudo más cargar con tan pesado equipaje, y se convirtió en espécimen de su propio estudio.
Al pasar bastantes años, un hombre en un buen traje y un muy oloroso perfume se acercó a una esquina, que servía de oficina al renombrado Dr. Rodríguez. El desconocido extiende su mano, y en ella había un emparedado de mantecado, envuelto en un papel de colores brillantes. Y mientras las lágrimas del sicólogo humedecían su sonrisa, aquel hombre le habló.
– “Gracias por regalarme alegría aquella tarde. Venga, acompáñeme a casa, hablemos.”