La Muerte De Katerina: Día Cuatro

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El agua tibia de la ducha caía sobre su rostro, sus hombros, y descendía rápidamente sobre el contorno de su cuerpo.

Se volteó, reclinó su cabeza hacia atrás, para que su cabello se empapara con esa cascada de relajación. Con sus ojos cerrados, olía aquel vapor mojado, el mismo que empañaba el espejo, y sentía miles de alfileres líquidos hincándola, y luego deslizándose habilmente sobre su piel.

A lo lejos, escuchó el quedo abrir de una puerta. Katerina saltó de su estado somnoliente para quedar en un alerta total. Cubrió su cuerpo con una toalla, y caminó descalza hasta la baranda del pasillo, desde dónde pudo apreciar, no una puerta, sino una ventana a medio abrir.

Esas ventanas de dos alas siempre estaban cerradas. Ella no permitía que la luz ni entrara ni saliera al exterior.

De momento, sintió el peso de una mano grotesca en su hombro, y fue despojada de su toalla de baño. Katerina resbaló en su propia humedad y cayó al suelo, de espalda, golpeándose la cabeza fuertemente.

Mareada, manoteaba al azar, mientras el intruso intentaba manosearla. Con su visión borrosa, todo lo que distinguía eran unos brazos velludos y una piel muy blanca. Esos mismos brazos la levantaron del suelo y la lanzaron por las escaleras, como si fuera una muñeca de trapo.

Antes que Katerina se pudiera levantar, aquel hombre empezó a golpearle la cabeza contra el suelo, una y otra vez. La sangre fluía a borbotones. Cada golpe era acompañado por un eco metálico, el crujir de huesos rotos, y una sinfonía de exhalaciones.

Llegó el momento en que su cuerpo se rindió ante el incesante embate. Katerina no se movió más, y su visión se volvió gris.

Me sentía inmóvil, mirando hacia arriba. Podía ver en el techo un hombre semidesnudo y calvo sobre mi cuerpo. Podía ver sus manos llenas de sangre, la cual cubría la mitad de la sala. Y veía un cuerpo tirado en el suelo, inerte, con la cabeza hinchada.

Entonces me di cuenta que no estaba mirando hacia arriba, sino hacia abajo. Mi cuerpo era como una manta que arropaba el techo. Mis ojos se encontraban ahí, justo en el centro, y podía ver cada uno de los recónditos espacios de aquel pequeño salón. Ahí estaban el sofá, justo al frente, la televisión, el jarrón de la esquina, y una fina capa de polvo, la cual adornaba los destellos de luz diurna que escapaban entre las rendijas de las puertas y ventanas.

Observaba aquel hombre jugando con su muñeca de tamaño humano. Se tomó su tiempo para besar su blancura, como quien besa por primera vez el cuerpo de una mujer, saciando sus curiosidades más intrínsecas, explorando los detalles más minúsculos.

Es muy posible que si me hubiera pedido permiso para entrar a mi casa, se lo hubiera permitido. Era un hombre bastante apuesto, y me hacían falta el calor y las caricias.

Caminó hacia la cocina, buscó un trapo, y limpió la sangre de la cara de aquel cuerpo inconsciente. Luego, colocó el paño bajo su cabeza, como para que absorbiera lo que le quedaba de vida, pero ya estaba derramada sobre el suelo.

Se acercó a la cara, y lamió su ojo tuerto. Entonces, aquel ser despiadado quitó sus pantalones, y con su miembro erecto, se adueñó de aquel cadáver mustio.

Yo sólo observaba, callada, desde arriba, la actuación de aquellos actores, incapaz de intervenir, no sé si por miedo, o por puro entretenimiento.

Miré hacia arriba, y ahí estaba pintada en el techo una representación artística de mi ser. Parecía un patrón de tinta, tribal, y abstracto, trazado sobre un lienzo, pero era yo, no había duda de eso. ¡Me veía tan gigante! Parecía una obra de Miguel Ángel.

Frente a mí, había un animal devorando fiambre, una bestia adueñándose íntimamente del cuerpo muerto de una mujer. Ella, al igual que el cuadro del techo, era similar a mí, aunque contrario al dibujo del techo, la escena era una muy grotesca. Aquel monstruo aullaba, gemía, y rasgaba aquel cuerpo inerte, mientras escarbaba muy adentro de ella con su sexo.

Asqueada, volteé y corrí.

La sala era como veinte veces más grande de lo que solía ser. El sofá, donde ahora se encontraba la ropa de aquel engendro, lucía como una montaña inescalable. La televisión lucía como otro universo, donde lo único que se observaba era una inmensa tormenta de nieve contenida en un cristal mudo.

Decidí acercarme nuevamente a mi versión mórbida, que yacía entre medio del sofá y el televisor. Caminé cerca de sus brazos. Los poros asemejaban gigantes vasijas, de los cuales nacía una enredadera que se esparcía sobre toda aquella tela áspera y húmeda. Continué hasta la cabeza, donde había una cubierta metálica abierta de par en par, como la puerta de un palacio. Me deslicé entre el cabello y la sangre, y entré.

Todo aquí era pegajoso, y habían unos túneles angostos. Entré por uno, a gatas. A medida que me iba adentrando, se ensanchaba. Eventualmente, se podía caminar más o menos cómodamente, y corrí hacia una luz relampagueante al final del corredor. Era una puerta rústica de madera. Estaba entreabierta, y la empujé.

Ahí pude ver a mi madre, Amelia. Vestía una bata rosa claro, y estaba tinta en las áreas del abdomen y las piernas. Estaba también papá, quién se encontraba lloroso, arrodillado frente a una pequeña criatura morada envuelta en sangre. Con una navaja, dio un corte al cordón umbilical, separando el cuerpecito del de su madre.

– “No respira, Amelia.”

Mamá, también compungida, tomó el pequeño cadáver en sus manos, y llena de frustración, lo lanzó contra la pared. Yo observaba con la boca abierta. Y en medio de mi estupefacción, la neonata me miró fijamente a los ojos, se levantó con alguna dificultad del suelo, y caminó bípedamente hacia mí.

– “¡Katerina!”, gritaban papá y mamá a la pequeña recién nacida, quien con un semblante furioso, continuaba caminando en mi dirección.

Horrorizada y llorosa, retrocedí en el pasillo. Intenté correr, pero mis pasos eran cada vez más pesados, hasta que me alcanzó, y se abalanzó sobre mí. Me miró fijamente, y su rostro se derritió sobre el mío. Ahora observaba una pequeña calavera vacía, tranquila, inerte. La eché hacia un lado, limpié mi cara con mis manos, y continué mi escape de aquel horrendo corredor.

A medida que retrocedía, el corredor se volvía más amplio. Corrí, hasta que llegué a una ventana gigantesca de cristal. Me asomé, y podía ver a aquel endriago jadeando sobre la ventana. Se acercaba, y besaba las áreas aledañas al mirador. Creo que me encontraba dentro del ojo derecho del cuerpo violado. Veía a esta bestia inconforme tomándo su presa por la fuerza, mientras reía, lloraba, perspiraba, y la acariciaba.

Retrocedí nuevamente, buscando como salir de aquel laberinto de carne. Comencé a correr, hasta encontrarme en un lugar adornado de margaritas mustias. Repentinamente, tembló aquella gruta, y entró un falo gigantesco, el cual me golpeó y me lanzó al suelo. Y continuó entrando y saliendo, aplastando todas las flores marchitas. Buscando donde agarrarme, vi una cuerda fina, y la agarré, hasta que aquella verga gigante detuvo su embestida, y solo reposó ahí, inmóvil.

Sin pensarlo dos veces, indignada, triste y adolorida, tomé la fina hebra y comencé a serrucharle el glande a aquel monstruoso animal ciclópeo. Y aquella cuerda cortó aquella carne como si fuera mantequilla, como un bisturí quirúrgico, tan rápido que en un abrir y cerrar de ojos, y antes que el gigante dueño de aquella arma se diera cuenta, la cueva estaba parcialmente inundada con su sangre y su venida, y aquel miembro había quedado despegado de su cuerpo dueño.

Traté de escapar aquel espeso mar rojo que amenazaba con ahogarme. Corrí, dejando atrás aquel gusano flácido y acéfalo, y avancé hacia la luz, hacia afuera.

Miré al frente, y vi a aquel criminal en una esquina, sujetando lo que quedaba de su pene, lanzando alaridos al aire. Miré hacia arriba, y estaba mi silueta sonriendo en el techo, y sosteniendo unos hilos dorados, que estaban amarrados a las manos y piernas de la Katerina muerta. Aquel cadáver, convertido en marioneta, se levantó lentamente del suelo, mientras yo miraba, estupefacta. Y en medio de mi estupidez, me agarró, levantó la tapa de titanio de su cráneo, me lanzó nuevamente junto a su materia gris, y todo se volvió oscuridad.

Katerina miraba desde arriba, jugando con aquel cuerpo amarionetado. Descendió un poco, le besó en la frente, y de ser silueta, se volvió polvo. La difunta cayó inerte al suelo, como si estuviera durmiendo, pero helada y sin aliento.

Me levanté del suelo adolorida, y subí las escaleras hacia el baño. Abrí la llave de agua, y me enjuagué bajo la ducha. Observaba como el agua se tornaba marrón en el suelo blanco de la bañera.

Cerré los ojos buscando algo de paz, y el silencio era sobrecogedor, hasta que sentí una corriente eléctrica que me hizo saltar. ¡Y otra, y otra vez!

Abrí los ojos, y ahí estaban mi vecina, varios policías, y lo que aparentaba ser ayuda médica. Los paramédicos me tomaban el pulso, y retiraban los desfibriladores. Una careta con oxígeno cubría mi rostro.

– “¿Me escucha?”

Desorientada, pude voltear mi cabeza, y vi un hombre semidesnudo tirado en el suelo, y rodeado por un charco de tinta hediente.

Sentía mucho frío. Me encontraba casi desnuda, sólo con un fino y áspero pedazo de tela calentándome.

No pude evitar pensar que las divinidades disfrutan este juego cruel de matarme y resucitarme, como un Cristo maldito. Esta vez sí creí que moriría, pero, aparentemente, la muerte para mi cuerpo no es una opción, aunque cierto es que creo que llevo el alma difunta desde que nací.

La Muerte De Katerina: Día Tres

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Podía sentir el viento de la carretera sacudiendo su cabello. Noventa y cinco millas por horas marcaba la manecilla del reloj. El indicador de adrenalina iba ascendiendo, y la medida era la comisura de su boca. A veces se escapaban carcajadas. El zumbido inapaciguable de las gomas la hacía invencible. Por su ventana izquierda entraba el olor a mar, por la derecha, el olor a montaña y piedra.

La llegada de la curva en aquella estrecha carretera fue anunciada por unas trompetas. Se escuchaban a lo lejos, pero se acercaban rápidamente. Ciento diez millas por hora marcaban su sonrisa ahora.

En un parpadeo auditivo, las trompetas retumbaban en su cabeza, y sus manos temblaron. Con un súbito giro del volante, aquel Célica del noventa y ocho voló sobre la valla a su izquierda, como un bólido de cobalto, al mismo tiempo que aquel coloso metálico lo golpeó mientras estaba en el aire, sacudiendo la pequeña nave de hojalata, y a Katerina dentro de ella.

Sus oídos fueron colmados de un estremecedor silencio, y su piel se hizo húmeda con el llanto de las nubes, quienes ahora volaban rápidamente alrededor de su cuerpo.

Todo lo que me rodeaba estaba pintado con un cielo azul afónico. Yo caía, y veía como la desnudez de mi cuerpo era besada por pequeñas aves y tiernas nubes de algodón. No podía controlar mis carcajadas, las cuales huían mudas de mis labios.

Mi caída era fría, y frotaba mi piel intentando calentarme. Con cada caricia, las láminas que revestían mis músculos se desprendían, como débiles pétalos de una margarita moribunda. A medida que caíamos todos, mis pétalos y mi cuerpo, se iba revelando una piel blanca, como rabo de estrella. Aquellos pajarillos, que antes revoloteaban a mi alrededor, ahora devoraban mi dermis, la arrancaban furiosos, y de mi boca escapaban alaridos sordos.

Traté de balancear mi cuerpo, ahora sin piel, y cuando levanté mis brazos, me sentí ave. No, ave no, pero si volaba. Estaba planeando en las corrientes del viento. Miré mis manos, y eran ahora unas garras blancas y peludas, como las de una rata de laboratorio. Mis dedos se encontraban unidos mediante una fina y ligera membrana quiróptera. La claridad de las nubes me cegaba, y sólo me dejaba llevar por los sonidos de aquellas montañas, que aunque eran invisibles, me gritaban como quien quisiera ser vista.

Deslizarse sobre estas corrientes de aire era una experiencia inigualable. Sentí el olor a sal del océano, descendí a saborearlo, y pude ver mis ojos rojos jugando con el vaivén de las olas. Cuando casi podía sentir su humedad en mi boca, perdí el control, caí y me hundí rápidamente.

A medida que me hundía, esa agua quemaba mi piel, como el azufre de un volcán. Podía verlo todo mejor ahora, en estas aguas tenues, y, al mirar mis manos, estaban negras y llenas de escamas. Miré mi cuerpo, y se había tornado como marrón o verde, no estoy segura. Mi piel se sentía ahora gruesa, y, contrario a lo que pensaba, podía respirar bajo esa agua, igual que antes, como cuando mi cuerpo nadaba en las alas del viento.

Todo era bastante oscuro, aunque no me sentía desorientada. El sabor a sal era satisfactor, y la corriente jugaba conmigo, como quien quisiera demostrarme quien era más fuerte. Dentro de la penumbra que habitaba aquella profundidad, era perceptible su majestuosidad y su expansiva infinidad. No importaba hacia donde me desplazara, ahí estaba la Mar, llorando mi regreso a sus entrañas.

Realmente no sabía hacia dónde ir, los colores de los corales me divertían, y los pequeños cangrejos huían despavoridos cuando me les acercaba.

Decidí que estaba alejándome mucho de mi punto de origen, y que realmente me encontraba perdida. Me volteé a intentar retomar mi antigua senda, cuando vi un animal gigantesco, y de un respiro, me engulló.

Katerina iba dando saltos en su espalda dentro de la boca del cetáceo, esquivando sus dientes, hasta que llegó a un punto donde sencillamente resbaló a un vacío impregnado por un olor fétido, y lleno de otros trozos de materia que no podía descifrar. Intentaba agarrarse con sus dientes y sus pequeñas aletas, hasta que logró detener su descenso. Estaba colgada de algún lugar, pero muchos objetos a medio masticar, y grandes cantidades de agua y musgo la forzaron a continuar su recorrido por el cuerpo del animal. Sin pensando más, mordió, pero con una fuerza que sólo el instinto de supervivencia puede hacer posible posible.

Casi instantáneamente, se sintió envuelta en una maraña inexplicable y babosa, y fue disparada explosivamente a través de una especie de espiráculo índigo. Se sintió mareada, y cayó sobre un suelo suave y arenoso, el cual vistió su piel de dorado.

Me sentía un poco aturdida. Estaba desnuda, sucia, y sentía mis ojos muy cansados. Casi no los podía abrir. Cuando estaba prácticamente al borde de la inconsciencia, me sentí levantada del suelo. Entre mis pestañas divisé un hombre de piel color aceituna, irrealmente exquisito a la vista. Sus fuertes brazos me sostenían, de manera tal que mi alma no fuera a escapar de mi cuerpo, o al menos, esa impresión tuve.

Enjuagó mi cuerpo en el agua cristalina de aquella playa, limpiando mi revestimiento de arena, y dejando al descubierto mis senos rosados y mi suave pubis, el cual comenzaba a llorar ante semejante acto de sensualidad. Se acercó a mí, y me besó. Sus labios eran fríos, pero el interior de su boca era cálida, y su lengua, suave como terciopelo. Sus manos eran fuertes, y acariciaban mi cuerpo con la destreza de un pianista centenario. Mi cuerpo era esclavo de su voluntad, era inmóvil. Sólo mi pecho saltaba con mis interrumpidos jadeos.

Entonces logré componerme y levantar la vista. Pude apreciar su cuerpo desnudo, escamoso en las piernas y la cintura, como un tritón. Llevaba una corona de algas entrelazada con su cabellera. Todo era verde, marrón, con tonalidades cobrizas. Era como mirar una estatua, pero respiraba, y acariciaba mi contorno con su lengua.

Mi cuerpo se estremecía con cada una de sus caricias, con su sexo dentro de mí, con sus besos en mi cuello, y sus manos derritiéndose sobre mis senos. Esta vez, el silencio no pudo vencer mis pulmones, y mis gemidos estremecieron la fibra misma de mi alma.

Mis lamentos se volvieron agua, mi cuerpo se volvió frío, como la muerte. Mi respiración desapareció súbitamente, pero mi cuerpo seguía sacudiéndose en un fluir inconsciente extático. Mi corazón estaba envuelto en un escalofrío, y la boca que me devoraba hacía unos microsegundos, ya no lo hacía.

– “¡Señorita!”, exclamaba una voz, cuyo aliento podía saborear en su boca.

Entonces recordó aquel camión, y el zumbido de las ruedas de su automóvil.

– “Creía que no lo lograría, pero la salvé”, decía agitado aquel desconocido. “Su carro está en el fondo del agua, pero pude sacarla. ¿Cómo se siente?”

Katerina comenzó a gritar como loca, y perdió el conocimiento. El joven la dejó tendida en el suelo, tomó su teléfono celular, y marcó “9-1-1”.

He muerto muchas veces. Esta es la tercera, aunque siento que he muerto mil.

Mi cuerpo lleva las cicatrices de mis batallas inertes. Mis sueños llevan las cicatrices de mis gemidos.

A veces me siento volando, otras devorada, pero igual me da. Mañana será otro, y yo sigo aquí, lamentablemente viva y perdida en este laberinto maldito que me cavila, y planifica día a día como llevarme a la tumba fría por un rato, y devolverme, solo por joder mi existencia.

Te Hice Grande

Reconozco que te he agigantado
en mi mente, en mi sueño alado
con fantasías que llevo en mi costado
son mentiras que mi mente ha creado.

Te imaginé amorosa y callada
te pensé como en cuentos de hada
claro, si tu despedida me ha dejado con nada
sin conocerte, como canción olvidada.

A veces pretendo ignorarte
aunque sólo quiera acurrucarte
robar tus besos en un instante
son espejismos guardados en un estante.

Te hice grande con gestas y gestos
perdona si insisto, perdona si molesto
es que no me acostumbro a sentir esto
eres esta espina que llevo por dentro.

Te fuiste, furtiva y desconocida
sin llegar, observé tu partida
tu cuerpo esquivo se fue a la huida
dejando mi curiosidad completamente rendida.

El Lamento De Las Patrias Dormidas

Te busco entre cenizas y muertos
entre lamentos y desiertos
caballos y guerreros yertos
son historias que carga el viento.

Te busco en canciones y libretas
entre cuadernos de páginas rotas
pero la paz cuando es cero se alborota
cantando el himno de las patrias flojas.

Es que el rescate cuesta la vida
no una, ni dos: todas, hasta la partida
esclaviza tu orgullo mientras te cobijas
refugiando tu espíritu de ideas suicidas.

Ya no hay torres de cemento, ni valles verde
sólo esos cuerpos sombríos, que hieden
y esas musas ilusas que pensaron tenerte
te soñaron libre, pero mi pueblo vive inerte.