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El agua tibia de la ducha caía sobre su rostro, sus hombros, y descendía rápidamente sobre el contorno de su cuerpo.
Se volteó, reclinó su cabeza hacia atrás, para que su cabello se empapara con esa cascada de relajación. Con sus ojos cerrados, olía aquel vapor mojado, el mismo que empañaba el espejo, y sentía miles de alfileres líquidos hincándola, y luego deslizándose habilmente sobre su piel.
A lo lejos, escuchó el quedo abrir de una puerta. Katerina saltó de su estado somnoliente para quedar en un alerta total. Cubrió su cuerpo con una toalla, y caminó descalza hasta la baranda del pasillo, desde dónde pudo apreciar, no una puerta, sino una ventana a medio abrir.
Esas ventanas de dos alas siempre estaban cerradas. Ella no permitía que la luz ni entrara ni saliera al exterior.
De momento, sintió el peso de una mano grotesca en su hombro, y fue despojada de su toalla de baño. Katerina resbaló en su propia humedad y cayó al suelo, de espalda, golpeándose la cabeza fuertemente.
Mareada, manoteaba al azar, mientras el intruso intentaba manosearla. Con su visión borrosa, todo lo que distinguía eran unos brazos velludos y una piel muy blanca. Esos mismos brazos la levantaron del suelo y la lanzaron por las escaleras, como si fuera una muñeca de trapo.
Antes que Katerina se pudiera levantar, aquel hombre empezó a golpearle la cabeza contra el suelo, una y otra vez. La sangre fluía a borbotones. Cada golpe era acompañado por un eco metálico, el crujir de huesos rotos, y una sinfonía de exhalaciones.
Llegó el momento en que su cuerpo se rindió ante el incesante embate. Katerina no se movió más, y su visión se volvió gris.
Me sentía inmóvil, mirando hacia arriba. Podía ver en el techo un hombre semidesnudo y calvo sobre mi cuerpo. Podía ver sus manos llenas de sangre, la cual cubría la mitad de la sala. Y veía un cuerpo tirado en el suelo, inerte, con la cabeza hinchada.
Entonces me di cuenta que no estaba mirando hacia arriba, sino hacia abajo. Mi cuerpo era como una manta que arropaba el techo. Mis ojos se encontraban ahí, justo en el centro, y podía ver cada uno de los recónditos espacios de aquel pequeño salón. Ahí estaban el sofá, justo al frente, la televisión, el jarrón de la esquina, y una fina capa de polvo, la cual adornaba los destellos de luz diurna que escapaban entre las rendijas de las puertas y ventanas.
Observaba aquel hombre jugando con su muñeca de tamaño humano. Se tomó su tiempo para besar su blancura, como quien besa por primera vez el cuerpo de una mujer, saciando sus curiosidades más intrínsecas, explorando los detalles más minúsculos.
Es muy posible que si me hubiera pedido permiso para entrar a mi casa, se lo hubiera permitido. Era un hombre bastante apuesto, y me hacían falta el calor y las caricias.
Caminó hacia la cocina, buscó un trapo, y limpió la sangre de la cara de aquel cuerpo inconsciente. Luego, colocó el paño bajo su cabeza, como para que absorbiera lo que le quedaba de vida, pero ya estaba derramada sobre el suelo.
Se acercó a la cara, y lamió su ojo tuerto. Entonces, aquel ser despiadado quitó sus pantalones, y con su miembro erecto, se adueñó de aquel cadáver mustio.
Yo sólo observaba, callada, desde arriba, la actuación de aquellos actores, incapaz de intervenir, no sé si por miedo, o por puro entretenimiento.
Miré hacia arriba, y ahí estaba pintada en el techo una representación artística de mi ser. Parecía un patrón de tinta, tribal, y abstracto, trazado sobre un lienzo, pero era yo, no había duda de eso. ¡Me veía tan gigante! Parecía una obra de Miguel Ángel.
Frente a mí, había un animal devorando fiambre, una bestia adueñándose íntimamente del cuerpo muerto de una mujer. Ella, al igual que el cuadro del techo, era similar a mí, aunque contrario al dibujo del techo, la escena era una muy grotesca. Aquel monstruo aullaba, gemía, y rasgaba aquel cuerpo inerte, mientras escarbaba muy adentro de ella con su sexo.
Asqueada, volteé y corrí.
La sala era como veinte veces más grande de lo que solía ser. El sofá, donde ahora se encontraba la ropa de aquel engendro, lucía como una montaña inescalable. La televisión lucía como otro universo, donde lo único que se observaba era una inmensa tormenta de nieve contenida en un cristal mudo.
Decidí acercarme nuevamente a mi versión mórbida, que yacía entre medio del sofá y el televisor. Caminé cerca de sus brazos. Los poros asemejaban gigantes vasijas, de los cuales nacía una enredadera que se esparcía sobre toda aquella tela áspera y húmeda. Continué hasta la cabeza, donde había una cubierta metálica abierta de par en par, como la puerta de un palacio. Me deslicé entre el cabello y la sangre, y entré.
Todo aquí era pegajoso, y habían unos túneles angostos. Entré por uno, a gatas. A medida que me iba adentrando, se ensanchaba. Eventualmente, se podía caminar más o menos cómodamente, y corrí hacia una luz relampagueante al final del corredor. Era una puerta rústica de madera. Estaba entreabierta, y la empujé.
Ahí pude ver a mi madre, Amelia. Vestía una bata rosa claro, y estaba tinta en las áreas del abdomen y las piernas. Estaba también papá, quién se encontraba lloroso, arrodillado frente a una pequeña criatura morada envuelta en sangre. Con una navaja, dio un corte al cordón umbilical, separando el cuerpecito del de su madre.
– “No respira, Amelia.”
Mamá, también compungida, tomó el pequeño cadáver en sus manos, y llena de frustración, lo lanzó contra la pared. Yo observaba con la boca abierta. Y en medio de mi estupefacción, la neonata me miró fijamente a los ojos, se levantó con alguna dificultad del suelo, y caminó bípedamente hacia mí.
– “¡Katerina!”, gritaban papá y mamá a la pequeña recién nacida, quien con un semblante furioso, continuaba caminando en mi dirección.
Horrorizada y llorosa, retrocedí en el pasillo. Intenté correr, pero mis pasos eran cada vez más pesados, hasta que me alcanzó, y se abalanzó sobre mí. Me miró fijamente, y su rostro se derritió sobre el mío. Ahora observaba una pequeña calavera vacía, tranquila, inerte. La eché hacia un lado, limpié mi cara con mis manos, y continué mi escape de aquel horrendo corredor.
A medida que retrocedía, el corredor se volvía más amplio. Corrí, hasta que llegué a una ventana gigantesca de cristal. Me asomé, y podía ver a aquel endriago jadeando sobre la ventana. Se acercaba, y besaba las áreas aledañas al mirador. Creo que me encontraba dentro del ojo derecho del cuerpo violado. Veía a esta bestia inconforme tomándo su presa por la fuerza, mientras reía, lloraba, perspiraba, y la acariciaba.
Retrocedí nuevamente, buscando como salir de aquel laberinto de carne. Comencé a correr, hasta encontrarme en un lugar adornado de margaritas mustias. Repentinamente, tembló aquella gruta, y entró un falo gigantesco, el cual me golpeó y me lanzó al suelo. Y continuó entrando y saliendo, aplastando todas las flores marchitas. Buscando donde agarrarme, vi una cuerda fina, y la agarré, hasta que aquella verga gigante detuvo su embestida, y solo reposó ahí, inmóvil.
Sin pensarlo dos veces, indignada, triste y adolorida, tomé la fina hebra y comencé a serrucharle el glande a aquel monstruoso animal ciclópeo. Y aquella cuerda cortó aquella carne como si fuera mantequilla, como un bisturí quirúrgico, tan rápido que en un abrir y cerrar de ojos, y antes que el gigante dueño de aquella arma se diera cuenta, la cueva estaba parcialmente inundada con su sangre y su venida, y aquel miembro había quedado despegado de su cuerpo dueño.
Traté de escapar aquel espeso mar rojo que amenazaba con ahogarme. Corrí, dejando atrás aquel gusano flácido y acéfalo, y avancé hacia la luz, hacia afuera.
Miré al frente, y vi a aquel criminal en una esquina, sujetando lo que quedaba de su pene, lanzando alaridos al aire. Miré hacia arriba, y estaba mi silueta sonriendo en el techo, y sosteniendo unos hilos dorados, que estaban amarrados a las manos y piernas de la Katerina muerta. Aquel cadáver, convertido en marioneta, se levantó lentamente del suelo, mientras yo miraba, estupefacta. Y en medio de mi estupidez, me agarró, levantó la tapa de titanio de su cráneo, me lanzó nuevamente junto a su materia gris, y todo se volvió oscuridad.
Katerina miraba desde arriba, jugando con aquel cuerpo amarionetado. Descendió un poco, le besó en la frente, y de ser silueta, se volvió polvo. La difunta cayó inerte al suelo, como si estuviera durmiendo, pero helada y sin aliento.
Me levanté del suelo adolorida, y subí las escaleras hacia el baño. Abrí la llave de agua, y me enjuagué bajo la ducha. Observaba como el agua se tornaba marrón en el suelo blanco de la bañera.
Cerré los ojos buscando algo de paz, y el silencio era sobrecogedor, hasta que sentí una corriente eléctrica que me hizo saltar. ¡Y otra, y otra vez!
Abrí los ojos, y ahí estaban mi vecina, varios policías, y lo que aparentaba ser ayuda médica. Los paramédicos me tomaban el pulso, y retiraban los desfibriladores. Una careta con oxígeno cubría mi rostro.
– “¿Me escucha?”
Desorientada, pude voltear mi cabeza, y vi un hombre semidesnudo tirado en el suelo, y rodeado por un charco de tinta hediente.
Sentía mucho frío. Me encontraba casi desnuda, sólo con un fino y áspero pedazo de tela calentándome.
No pude evitar pensar que las divinidades disfrutan este juego cruel de matarme y resucitarme, como un Cristo maldito. Esta vez sí creí que moriría, pero, aparentemente, la muerte para mi cuerpo no es una opción, aunque cierto es que creo que llevo el alma difunta desde que nací.