Cosas De La Vida

Existen tantas definiciones de vida, como hay existencias, por ser característica común de los entes pensantes. Cada transcurso sobre la vida es distinto, aún en condiciones similares. Y cada uno está regido por un conjunto de reglas y filosofías, tan única como las huellas digitales.

De las veinte definiciones provistas por “La Real Academia Española”, mi favorita es: “relación o historia de las acciones notables ejecutadas por una persona durante su vida.”

O sea, la vida no es meramente el primer respiro, el último, y lo que hay entre medio. Es la forma en que perduras luego de expirar. Por ejemplo, podemos decir que Homero vivirá por siempre gracias a su Iliada, o Picasso mediante sus pinturas, eso considerando que viven a través de su arte, como dice la cultura popular. Viven, porque su obra nos permite escudriñar un trozo de su ente, de su yo consciente, aún después de su expiración.

Puedo complementar su definición de diccionario con mis ideas y filosofías. Por ejemplo, pienso que la vida tiene algo de animal. Es como una entidad que existe aparte del cuerpo y el alma. No es buena ni mala, solo transcurre, como una especie de tiempo consciente de si mismo y de su entorno, pero incapaz de tomar acción alguna. Está sólo ahí, como un espectador silente.

Dentro de sus cualidades cuasi-animales, se encuentra un cándido sentido del humor, el cual le permite burlarse cada vez que te tropiezas con ella. Y un comportamiento simbiótico, el cual permite que te agarres de ella cuando estás cayendo. Te protege de tu crueldad, al mismo tiempo que no te permite huir de ella. Tiene una personalidad dicotómica, sin intenciones, sólo instinto, que puede beneficiarte o perjudicarte.

Percibimos sólo una vida, sin principio ni fin. Es una alfombra de hielo sobre la cual patinamos con nuestros cuerpos cálidos. Es única, pero hay muchos sobre ella, y tus compañeros viajeros verán tus caídas, y tú las de ellos. Y si te burlaste, se van a burlar. Y si pateaste a alguien mientras estaba en el suelo, te van a patear. Muchos le dicen “el karma”. Yo le llamo “causa y efecto”.

No es una esencia cíclica, como muchos señalan, es sencillamente elástica. No vemos ni su principio ni final, porque está en constante expansión, nos antecede y nos precede. Su constante crecimiento es determinado por el tiempo de duración de los que nos mantenemos relacionados a ella. Es similar al espacio sideral, cuyo tamaño está determinado por el constante nacimiento y crecimiento de las galaxias.

Tal vez existen más vidas, con otros entes caminando sobre ellas, quien sabe. Pero en nuestra calidad de humanos sensoriales, se nos limita la conciencia a esta, la cual es invisiblemente palpable.

Dicho esto, creo que no es una acción conveniente el complicarse entendiendo que instinto o idiosincrasia rige a “la vida”, porque pasaremos nuestra existencia buscando unicornios. Sencillamente, debemos adoptar una filosofía la cual no afecte adversamente a los otros seres que caminamos sobre ella. Al contrario, debemos adquirir como un placer personal obligatorio la costumbre de darnos la mano, y si vemos al prójimo caer, ayudarlo a levantar, porque uno nunca sabe cuando nos toque a nosotros tropezarnos en esta pasarela chocarrera.

Ansiedad

…y repentinamente, pero poco a poco, se va apretando tu pecho. El poco aire que queda en el respirar muere lentamente. Buscas, haciendo un esfuerzo inútil, robar un poco de oxígeno de los alrededores, mientras piensas que estás infartando. Tus manos se vuelven heladas y sudorosas. Tus ojos se tornan saltones, tu boca se deforma exclamando alaridos mudos, tu rostro es espejo de la desesperación personificada.

“Estás muriendo” – dice repetitivamente tu pensar.

Tu visión se vuelve nublada, y justo cuando vas a caer al suelo, logras capturar un poco de aire. Luego, un poco más, mientras caminas, haciendo mil ademanes que no significan nada, porque nadie los ve. Sólo tu “yo” interior: tu alma, la que pensabas que se estaba desdoblando, huyendo de tu piel yerta.

Paulatinamente, vas calmando. Aún mareado, continúas respirando, y con las manos frías, vives nuevamente.

Lo Que Quedó Por Decir

Hola, vida…

Siempre, durante una despedida, quedan cosas sin decir, porque el adiós generalmente no tiene un libreto. Es un acto de improvisación que cala hasta en el tuétano. Y me faltó por decir tanto, que creo que me haría falta toda una vida de hojas de papel, o dos, o tres existencias. Como quiera que sea, aquí lo resumo lo mejor que puedo con estas humildes líneas.

Esta lista no se encuentra en orden, porque después tu súbita despedida, mis neuronas quedaron golpeando descorazonadas dentro de mi cráneo. Aturdidas y desorganizadas, lo que exhalan es ese mismo aire de confusión. Lo único que saben a ciencia cierta es que, cada segundo que pasé contigo, lo guardarán entre sus sinapsis hasta el último de mis días.

1
Nunca te dije que aun con el tiempo limitado que compartimos, le devolviste a mi pecho los suspiros. Te digo desde ahora que son todos tuyos, si no estás, no los quiero. Me devolviste la felicidad del niño que desoja margaritas o escribe poesías en su pupitre. Eres una de esas personas a quienes denomino “especial”.

2
Me faltó por decirte “buenos días” apropiadamente, y eso significa despertando una mañana junto a tu cuerpo tibio, tu aliento mustio, y tus reflejos torpes. Nos faltó rascarnos los cuerpos con los primeros destellos del alba, y sostener nuestras manos buscando el calor que no ofrecen las sábanas.

3
Me faltó agradecerte por mi resucitación cardiovascular cuando yo creía que estaba muerto. Sí, porque mi corazón no latía, o al menos, no lo sentía ahí. Bueno, creo que te lo agradecí varias veces, pero no me refiero a decirlo, sino a demostrarlo con todo el cariño, trayéndote estrellas y besándote el ceño.

4
Nunca besé tus pies. Los tuve en mis manos, los acaricié, pero no besé las raíces de tu cuerpo. Eso no denota debilidad, al contrario, besar tus pies les ofrece toda mi fuerza a tus pasos, a tus decisiones, a perseguir tus horizontes incansablemente. Es aliento y admiración por lo que sostienen y a donde te llevan.

5
Nunca te dije lo mucho que te quería, porque un millón de “te quieros” no fueron suficientes. Hasta creo que te amé en esos momentos que nos besábamos, rodeados de caricias y tirones de pelo. Jamás lo sabrás, porque quedó sin decir, aunque sé que lo podías percibir.

6
En ningún momento reñimos por indecisión al ir a comer, al cine, o al teatro. A nuestros encuentros furtivos los rodeó la cotidianidad, pero nunca nos sumergimos en ella. ¿Cómo extrañar algo que nunca se tuvo? Creo que se llama añoranza.

7
Nunca nos dijimos “Feliz Cumpleaños”, “Feliz Navidad”, o “Feliz Día de San Valentín”. Nunca compramos disfraces para el “Día de Brujas”, ni compartimos en familia o entre amigos. No llegamos al todos los días, esos que damos por regalados, y que cada día que pasa, sueño más. Pero son deseos ciegos, porque nosotros estamos más cerca de lo imposible, que del para siempre.

8
Me faltó discutir contigo en las mañanas porque olvidaste tomar tus medicinas, porque no comiste tu desayuno, o por cualquiera de esas nimiedades que le alteran a uno el humor, pero se reconcilian con un beso.

9
Nos faltó lavarnos las espaldas mientras nos bañábamos, luego de hacer el amor. Pero qué diablos, si nos faltó hablarnos con la voz temblorosa del sexo, y explorarnos mutuamente con la voz del deseo.

10
En fin, nos faltó por decirnos “nosotros”, y “para siempre”. Este punto no necesita más explicación, porque es la raíz de estos diez puntos que pesan como si fueran un millón.

Aquí dejo esta carta, la deslizo bajo tu puerta. Espero que leas, no con emoción ni perdiendo la razón, sino para que sepas lo que quise decirte cada vez que preguntabas el por qué de mi mirar extraño, fijo, y perdido.

Esto es lo que te decían mis ojos, pero a mis labios les faltó decir. Gracias por llenarme con tu gracia. Gracias por tu dulce compañía. Gracias, por ti.

Constantino

Hace casi dos mil años, existió un emperador romano llamado Constantino, quien también es conocido como Constantino El Grande, o Constantino I. Su importancia histórica radica en que es el padre del Cristianismo, tal y como lo conocemos hoy en día.

Este emperador Romano fue uno muy poderoso, victorioso en muchas batallas. La más famosa fue “La Batalla del Puente Milvián”, cuya victoria lo llevo a unificar el Imperio Romano, el cual comprendía casi toda Europa. Constantino luego relató la manera en que obtuvo su victoria mediante la fuerza de Cristo, quién lo guió presentándole unas visiones.

Antes de su época, los Cristianos eran perseguidos por el Imperio Romano, pero Constantino había sido educado en estas doctrinas por su madre, Helena, así es que detuvo estas persecuciones formalmente. Fue Constantino quien publicó las primeras Biblias, elevó como símbolo sagrado la cruz, e implementó el “domingo” como día sagrado. Para lograr todo esto, intentó unificar varias religiones romanas en una universal, o católica. También, se proclamó “Máximo Pontífice”, por lo cual se le considera también el primer “Papa”. Gracias a este enorme esfuerzo, el Cristianismo se esparció, no sólo en Roma, sino a través de toda Europa. Esta proeza lo consagró, ante los ojos de la Iglesia Católica, como San Constantino, y a su madre, como Santa Helena.

La publicación de las primeras Biblias es algo que me resulta muy interesante. Inicialmente, se crearon cincuenta biblias, las cuales fueron traducidas y editadas a conveniencia del emperador, por Eusebio de Caesarea, un historiador de la época.

Aunque Eusebio no era muy educado dentro de las doctrinas Cristianas, era un investigador insaciable, y notó muchas discrepancias en las “Sagradas Escrituras”, como por ejemplo, el estilo de escritura en las epístolas de Pablo, y así lo dejó saber. Pero no queda ahí, sino que catalogó algunos documentos de no canónicos, y hasta de heréticos, así es que las dejó afuera de su publicación.

Cómo todo libro de gran envergadura, no existe sólo una versión. A Constantino no le gustó el estilo de algunas biblias, y se las regresó a Eusebio para que las revisara. A ojos de muchas personas que no conocen la historia, la biblia cristiana es un libro perfecto, pero desconocen todos los cortes y ediciones que sufrió para convertirse en la “Obra Maestra” que leemos hoy día.

Retomando la historia de Constantino, él tenía la idea que para tener un Imperio exitoso, debía haber unión de Credo Religioso, de Gobierno, y de milicia, y así lo hizo – no hubo nadie que detuviera su paso. Hoy día disfrutamos su herencia: Una religión editada, pero conveniente. El que hable de perfección y coherencia en este libro milenario, no tiene idea de lo que dice.

La verdad es que si este emperador hubiera decidido que, en lugar del Cristianismo, la religión que más le convenía al Imperio Romano era el Raelianismo, hubiéramos pasado los últimos dos mil años esperando que un platillo volador viniera a sacarnos de nuestra miseria.

Eso me lleva a cuestionar las religiones en general. Una religión no es otra cosa que “un conjunto de creencias que explican el origen y propósito del universo, involucrando uno o más dioses”. A lo largo de la historia del hombre, ha habido cientos, si no miles, de religiones, cada cual con su mitología, símbolos y tradiciones.

La historia de la religión fue documentada por primera vez hace cinco mil años, junto con la invención de la escritura, lo cual lleva a pensar que desde que el hombre se racionalizó su existencia, existe la noción de un ente superior, mágico y todo-poderoso. El cristianismo tiene casi dos milenios de vida, y el hombre moderno lleva doscientos mil años caminando sobre la faz de la tierra, por lo cual podemos deducir que es una religión bastante nueva, y definitivamente, no la primera. Además, la Biblia Cristiana no es el primer libro sagrado. Entonces, nos podemos dar cuenta que la publicación de este libro, cuyo valor histórico es inmensurable, ocurrió con el único propósito de controlar granularmente un reinado hace dos mil años.

Constantino, fue un genio de la manipulación, y hábil en la conquista, al igual que lo fueron Napoleón, Hitler y nuestro muy bien conocida Institución Estadounidense. Por lo tanto, llegamos a cuestionar la veracidad del Cristianismo, poniendo en tela de juicio su médula, la Biblia. Y más allá, nos lleva a cuestionar la fibra de la religión en general. ¿Por qué insistimos en llenarnos la cabeza con mentiras, en un mundo tecnológico, dónde es tan fácil desmentir falacias como esta? Son misterios que aún no logro descifrar.

El Coleccionista De Soles

Un coleccionista es aquel que adquiere cosas sin necesidad. Sólo lo estimula el placer de adquisición, y si obtiene algo que es único, el placer es mayor.

En el mundo hay diferentes tipos de coleccionistas. Existen los coleccionistas de azares, los de almas y los de girasoles. También, los de mañanas y los de corazonadas. Pero hoy vengo a hablar, no del más grande ni del más genuino, pero si de uno que nos roba motivos: el coleccionista de soles.

Este ente es un gigante que, aunque de primera intención parezca ausente o invisible, está ahí. Nadie lo ve, en el presente tal vez, pero se ha visto en historias, en letras de esas transitorias. Lo conocemos en cuentos de niños, mimos y taínos. Porque éste viene desde el antes, nos llora encima robándonos las medicinas.

Nunca se percató que su gesta se convertiría en afrenta. Porque, aunque las luchas nacen en sueños, viven de día, y sin sol que nos alumbre, quedan como ideas.

El pueblo dormía, y no se movía porque no tenía alba, solo pequeños luceros suspendidos de lo negro, que el coleccionista aún no alcanzaba.

El nuevo dueño de la vida verde guardaba los soles junto a sus pupilas, hacía de cada parpadeo un eclipse, y de sus siestas, la nueva noche. En los mundos había sólo algas marrón, tierra y modorra.

Poco a poco, los pueblos de lugares insóleos se mudaron al cuerpo del coleccionista. Los que buscaban calor, corrieron a su nariz. Los de planetas fríos viajaron a sus manos. Y los de planetas traviesos, se escondieron en su cabello. No existía uno que no añorara el calor que reinaba en sus ojos, pero no existía un campeón capaz de realizar el despojo.

Y así vivió el universo, cada día más oscuro, viviendo de fe, respirando anhelos. Abandonaba sus afanes en un letargo, en el paraje de los justos que siempre duermen.

En el cumpleaños número trescientos, de la necesidad surgió un héroe con el corazón negro, pero en su cerebro el deseo de ser libre en amor y dependencia. Añoraba conocer la verdad que existía tras el egoísmo de este gigante dormido.

Ya al antólogo no le interesaba coleccionar, era dueño de la luz solar, aquel fuego eterno que contaban las leyendas. Y el adalid, armado con espadas, lanzas y llantos, a las pupilas del gigante fue a morar. Y cuando el pueblo vio que podía, lo fue a acompañar. Y cuando los planetas vieron que era posible, fueron a criticar: “¿Por qué el héroe y su pueblo eran los únicos que los ojos podían poblar?”

Se mudó el universo a los ojos del gigante, y aquel que no era muy galante, los fue a espantar, porque olvidó que no es robo cuando se recupera lo propio, ya sean vidas, sueños, o luces. Eran ahora lagañas que sus dedos no podían limpiar. Y parpadeó rápido, incesante y maniático, porque el paladín de los planetas y los niños cometas le querían hurtar.

Y así cayeron los héroes, los planetas, y las patrias sinceras. Huyeron, desistieron de la gesta, y en silencio volvieron a morar.

Todavía se escuchan los ronquidos de aquellos pequeños mirando el cielo negro y sin luceros, lleno de anhelos porque el coleccionista de soles les robó la libertad, perdón, la voluntad.

La Muerte De Katerina: Día Cuatro

Ver: Día Uno | Día Dos | Día Tres

El agua tibia de la ducha caía sobre su rostro, sus hombros, y descendía rápidamente sobre el contorno de su cuerpo.

Se volteó, reclinó su cabeza hacia atrás, para que su cabello se empapara con esa cascada de relajación. Con sus ojos cerrados, olía aquel vapor mojado, el mismo que empañaba el espejo, y sentía miles de alfileres líquidos hincándola, y luego deslizándose habilmente sobre su piel.

A lo lejos, escuchó el quedo abrir de una puerta. Katerina saltó de su estado somnoliente para quedar en un alerta total. Cubrió su cuerpo con una toalla, y caminó descalza hasta la baranda del pasillo, desde dónde pudo apreciar, no una puerta, sino una ventana a medio abrir.

Esas ventanas de dos alas siempre estaban cerradas. Ella no permitía que la luz ni entrara ni saliera al exterior.

De momento, sintió el peso de una mano grotesca en su hombro, y fue despojada de su toalla de baño. Katerina resbaló en su propia humedad y cayó al suelo, de espalda, golpeándose la cabeza fuertemente.

Mareada, manoteaba al azar, mientras el intruso intentaba manosearla. Con su visión borrosa, todo lo que distinguía eran unos brazos velludos y una piel muy blanca. Esos mismos brazos la levantaron del suelo y la lanzaron por las escaleras, como si fuera una muñeca de trapo.

Antes que Katerina se pudiera levantar, aquel hombre empezó a golpearle la cabeza contra el suelo, una y otra vez. La sangre fluía a borbotones. Cada golpe era acompañado por un eco metálico, el crujir de huesos rotos, y una sinfonía de exhalaciones.

Llegó el momento en que su cuerpo se rindió ante el incesante embate. Katerina no se movió más, y su visión se volvió gris.

Me sentía inmóvil, mirando hacia arriba. Podía ver en el techo un hombre semidesnudo y calvo sobre mi cuerpo. Podía ver sus manos llenas de sangre, la cual cubría la mitad de la sala. Y veía un cuerpo tirado en el suelo, inerte, con la cabeza hinchada.

Entonces me di cuenta que no estaba mirando hacia arriba, sino hacia abajo. Mi cuerpo era como una manta que arropaba el techo. Mis ojos se encontraban ahí, justo en el centro, y podía ver cada uno de los recónditos espacios de aquel pequeño salón. Ahí estaban el sofá, justo al frente, la televisión, el jarrón de la esquina, y una fina capa de polvo, la cual adornaba los destellos de luz diurna que escapaban entre las rendijas de las puertas y ventanas.

Observaba aquel hombre jugando con su muñeca de tamaño humano. Se tomó su tiempo para besar su blancura, como quien besa por primera vez el cuerpo de una mujer, saciando sus curiosidades más intrínsecas, explorando los detalles más minúsculos.

Es muy posible que si me hubiera pedido permiso para entrar a mi casa, se lo hubiera permitido. Era un hombre bastante apuesto, y me hacían falta el calor y las caricias.

Caminó hacia la cocina, buscó un trapo, y limpió la sangre de la cara de aquel cuerpo inconsciente. Luego, colocó el paño bajo su cabeza, como para que absorbiera lo que le quedaba de vida, pero ya estaba derramada sobre el suelo.

Se acercó a la cara, y lamió su ojo tuerto. Entonces, aquel ser despiadado quitó sus pantalones, y con su miembro erecto, se adueñó de aquel cadáver mustio.

Yo sólo observaba, callada, desde arriba, la actuación de aquellos actores, incapaz de intervenir, no sé si por miedo, o por puro entretenimiento.

Miré hacia arriba, y ahí estaba pintada en el techo una representación artística de mi ser. Parecía un patrón de tinta, tribal, y abstracto, trazado sobre un lienzo, pero era yo, no había duda de eso. ¡Me veía tan gigante! Parecía una obra de Miguel Ángel.

Frente a mí, había un animal devorando fiambre, una bestia adueñándose íntimamente del cuerpo muerto de una mujer. Ella, al igual que el cuadro del techo, era similar a mí, aunque contrario al dibujo del techo, la escena era una muy grotesca. Aquel monstruo aullaba, gemía, y rasgaba aquel cuerpo inerte, mientras escarbaba muy adentro de ella con su sexo.

Asqueada, volteé y corrí.

La sala era como veinte veces más grande de lo que solía ser. El sofá, donde ahora se encontraba la ropa de aquel engendro, lucía como una montaña inescalable. La televisión lucía como otro universo, donde lo único que se observaba era una inmensa tormenta de nieve contenida en un cristal mudo.

Decidí acercarme nuevamente a mi versión mórbida, que yacía entre medio del sofá y el televisor. Caminé cerca de sus brazos. Los poros asemejaban gigantes vasijas, de los cuales nacía una enredadera que se esparcía sobre toda aquella tela áspera y húmeda. Continué hasta la cabeza, donde había una cubierta metálica abierta de par en par, como la puerta de un palacio. Me deslicé entre el cabello y la sangre, y entré.

Todo aquí era pegajoso, y habían unos túneles angostos. Entré por uno, a gatas. A medida que me iba adentrando, se ensanchaba. Eventualmente, se podía caminar más o menos cómodamente, y corrí hacia una luz relampagueante al final del corredor. Era una puerta rústica de madera. Estaba entreabierta, y la empujé.

Ahí pude ver a mi madre, Amelia. Vestía una bata rosa claro, y estaba tinta en las áreas del abdomen y las piernas. Estaba también papá, quién se encontraba lloroso, arrodillado frente a una pequeña criatura morada envuelta en sangre. Con una navaja, dio un corte al cordón umbilical, separando el cuerpecito del de su madre.

– “No respira, Amelia.”

Mamá, también compungida, tomó el pequeño cadáver en sus manos, y llena de frustración, lo lanzó contra la pared. Yo observaba con la boca abierta. Y en medio de mi estupefacción, la neonata me miró fijamente a los ojos, se levantó con alguna dificultad del suelo, y caminó bípedamente hacia mí.

– “¡Katerina!”, gritaban papá y mamá a la pequeña recién nacida, quien con un semblante furioso, continuaba caminando en mi dirección.

Horrorizada y llorosa, retrocedí en el pasillo. Intenté correr, pero mis pasos eran cada vez más pesados, hasta que me alcanzó, y se abalanzó sobre mí. Me miró fijamente, y su rostro se derritió sobre el mío. Ahora observaba una pequeña calavera vacía, tranquila, inerte. La eché hacia un lado, limpié mi cara con mis manos, y continué mi escape de aquel horrendo corredor.

A medida que retrocedía, el corredor se volvía más amplio. Corrí, hasta que llegué a una ventana gigantesca de cristal. Me asomé, y podía ver a aquel endriago jadeando sobre la ventana. Se acercaba, y besaba las áreas aledañas al mirador. Creo que me encontraba dentro del ojo derecho del cuerpo violado. Veía a esta bestia inconforme tomándo su presa por la fuerza, mientras reía, lloraba, perspiraba, y la acariciaba.

Retrocedí nuevamente, buscando como salir de aquel laberinto de carne. Comencé a correr, hasta encontrarme en un lugar adornado de margaritas mustias. Repentinamente, tembló aquella gruta, y entró un falo gigantesco, el cual me golpeó y me lanzó al suelo. Y continuó entrando y saliendo, aplastando todas las flores marchitas. Buscando donde agarrarme, vi una cuerda fina, y la agarré, hasta que aquella verga gigante detuvo su embestida, y solo reposó ahí, inmóvil.

Sin pensarlo dos veces, indignada, triste y adolorida, tomé la fina hebra y comencé a serrucharle el glande a aquel monstruoso animal ciclópeo. Y aquella cuerda cortó aquella carne como si fuera mantequilla, como un bisturí quirúrgico, tan rápido que en un abrir y cerrar de ojos, y antes que el gigante dueño de aquella arma se diera cuenta, la cueva estaba parcialmente inundada con su sangre y su venida, y aquel miembro había quedado despegado de su cuerpo dueño.

Traté de escapar aquel espeso mar rojo que amenazaba con ahogarme. Corrí, dejando atrás aquel gusano flácido y acéfalo, y avancé hacia la luz, hacia afuera.

Miré al frente, y vi a aquel criminal en una esquina, sujetando lo que quedaba de su pene, lanzando alaridos al aire. Miré hacia arriba, y estaba mi silueta sonriendo en el techo, y sosteniendo unos hilos dorados, que estaban amarrados a las manos y piernas de la Katerina muerta. Aquel cadáver, convertido en marioneta, se levantó lentamente del suelo, mientras yo miraba, estupefacta. Y en medio de mi estupidez, me agarró, levantó la tapa de titanio de su cráneo, me lanzó nuevamente junto a su materia gris, y todo se volvió oscuridad.

Katerina miraba desde arriba, jugando con aquel cuerpo amarionetado. Descendió un poco, le besó en la frente, y de ser silueta, se volvió polvo. La difunta cayó inerte al suelo, como si estuviera durmiendo, pero helada y sin aliento.

Me levanté del suelo adolorida, y subí las escaleras hacia el baño. Abrí la llave de agua, y me enjuagué bajo la ducha. Observaba como el agua se tornaba marrón en el suelo blanco de la bañera.

Cerré los ojos buscando algo de paz, y el silencio era sobrecogedor, hasta que sentí una corriente eléctrica que me hizo saltar. ¡Y otra, y otra vez!

Abrí los ojos, y ahí estaban mi vecina, varios policías, y lo que aparentaba ser ayuda médica. Los paramédicos me tomaban el pulso, y retiraban los desfibriladores. Una careta con oxígeno cubría mi rostro.

– “¿Me escucha?”

Desorientada, pude voltear mi cabeza, y vi un hombre semidesnudo tirado en el suelo, y rodeado por un charco de tinta hediente.

Sentía mucho frío. Me encontraba casi desnuda, sólo con un fino y áspero pedazo de tela calentándome.

No pude evitar pensar que las divinidades disfrutan este juego cruel de matarme y resucitarme, como un Cristo maldito. Esta vez sí creí que moriría, pero, aparentemente, la muerte para mi cuerpo no es una opción, aunque cierto es que creo que llevo el alma difunta desde que nací.

La Muerte De Katerina: Día Tres

Ver: Día Uno | Día Dos

Podía sentir el viento de la carretera sacudiendo su cabello. Noventa y cinco millas por horas marcaba la manecilla del reloj. El indicador de adrenalina iba ascendiendo, y la medida era la comisura de su boca. A veces se escapaban carcajadas. El zumbido inapaciguable de las gomas la hacía invencible. Por su ventana izquierda entraba el olor a mar, por la derecha, el olor a montaña y piedra.

La llegada de la curva en aquella estrecha carretera fue anunciada por unas trompetas. Se escuchaban a lo lejos, pero se acercaban rápidamente. Ciento diez millas por hora marcaban su sonrisa ahora.

En un parpadeo auditivo, las trompetas retumbaban en su cabeza, y sus manos temblaron. Con un súbito giro del volante, aquel Célica del noventa y ocho voló sobre la valla a su izquierda, como un bólido de cobalto, al mismo tiempo que aquel coloso metálico lo golpeó mientras estaba en el aire, sacudiendo la pequeña nave de hojalata, y a Katerina dentro de ella.

Sus oídos fueron colmados de un estremecedor silencio, y su piel se hizo húmeda con el llanto de las nubes, quienes ahora volaban rápidamente alrededor de su cuerpo.

Todo lo que me rodeaba estaba pintado con un cielo azul afónico. Yo caía, y veía como la desnudez de mi cuerpo era besada por pequeñas aves y tiernas nubes de algodón. No podía controlar mis carcajadas, las cuales huían mudas de mis labios.

Mi caída era fría, y frotaba mi piel intentando calentarme. Con cada caricia, las láminas que revestían mis músculos se desprendían, como débiles pétalos de una margarita moribunda. A medida que caíamos todos, mis pétalos y mi cuerpo, se iba revelando una piel blanca, como rabo de estrella. Aquellos pajarillos, que antes revoloteaban a mi alrededor, ahora devoraban mi dermis, la arrancaban furiosos, y de mi boca escapaban alaridos sordos.

Traté de balancear mi cuerpo, ahora sin piel, y cuando levanté mis brazos, me sentí ave. No, ave no, pero si volaba. Estaba planeando en las corrientes del viento. Miré mis manos, y eran ahora unas garras blancas y peludas, como las de una rata de laboratorio. Mis dedos se encontraban unidos mediante una fina y ligera membrana quiróptera. La claridad de las nubes me cegaba, y sólo me dejaba llevar por los sonidos de aquellas montañas, que aunque eran invisibles, me gritaban como quien quisiera ser vista.

Deslizarse sobre estas corrientes de aire era una experiencia inigualable. Sentí el olor a sal del océano, descendí a saborearlo, y pude ver mis ojos rojos jugando con el vaivén de las olas. Cuando casi podía sentir su humedad en mi boca, perdí el control, caí y me hundí rápidamente.

A medida que me hundía, esa agua quemaba mi piel, como el azufre de un volcán. Podía verlo todo mejor ahora, en estas aguas tenues, y, al mirar mis manos, estaban negras y llenas de escamas. Miré mi cuerpo, y se había tornado como marrón o verde, no estoy segura. Mi piel se sentía ahora gruesa, y, contrario a lo que pensaba, podía respirar bajo esa agua, igual que antes, como cuando mi cuerpo nadaba en las alas del viento.

Todo era bastante oscuro, aunque no me sentía desorientada. El sabor a sal era satisfactor, y la corriente jugaba conmigo, como quien quisiera demostrarme quien era más fuerte. Dentro de la penumbra que habitaba aquella profundidad, era perceptible su majestuosidad y su expansiva infinidad. No importaba hacia donde me desplazara, ahí estaba la Mar, llorando mi regreso a sus entrañas.

Realmente no sabía hacia dónde ir, los colores de los corales me divertían, y los pequeños cangrejos huían despavoridos cuando me les acercaba.

Decidí que estaba alejándome mucho de mi punto de origen, y que realmente me encontraba perdida. Me volteé a intentar retomar mi antigua senda, cuando vi un animal gigantesco, y de un respiro, me engulló.

Katerina iba dando saltos en su espalda dentro de la boca del cetáceo, esquivando sus dientes, hasta que llegó a un punto donde sencillamente resbaló a un vacío impregnado por un olor fétido, y lleno de otros trozos de materia que no podía descifrar. Intentaba agarrarse con sus dientes y sus pequeñas aletas, hasta que logró detener su descenso. Estaba colgada de algún lugar, pero muchos objetos a medio masticar, y grandes cantidades de agua y musgo la forzaron a continuar su recorrido por el cuerpo del animal. Sin pensando más, mordió, pero con una fuerza que sólo el instinto de supervivencia puede hacer posible posible.

Casi instantáneamente, se sintió envuelta en una maraña inexplicable y babosa, y fue disparada explosivamente a través de una especie de espiráculo índigo. Se sintió mareada, y cayó sobre un suelo suave y arenoso, el cual vistió su piel de dorado.

Me sentía un poco aturdida. Estaba desnuda, sucia, y sentía mis ojos muy cansados. Casi no los podía abrir. Cuando estaba prácticamente al borde de la inconsciencia, me sentí levantada del suelo. Entre mis pestañas divisé un hombre de piel color aceituna, irrealmente exquisito a la vista. Sus fuertes brazos me sostenían, de manera tal que mi alma no fuera a escapar de mi cuerpo, o al menos, esa impresión tuve.

Enjuagó mi cuerpo en el agua cristalina de aquella playa, limpiando mi revestimiento de arena, y dejando al descubierto mis senos rosados y mi suave pubis, el cual comenzaba a llorar ante semejante acto de sensualidad. Se acercó a mí, y me besó. Sus labios eran fríos, pero el interior de su boca era cálida, y su lengua, suave como terciopelo. Sus manos eran fuertes, y acariciaban mi cuerpo con la destreza de un pianista centenario. Mi cuerpo era esclavo de su voluntad, era inmóvil. Sólo mi pecho saltaba con mis interrumpidos jadeos.

Entonces logré componerme y levantar la vista. Pude apreciar su cuerpo desnudo, escamoso en las piernas y la cintura, como un tritón. Llevaba una corona de algas entrelazada con su cabellera. Todo era verde, marrón, con tonalidades cobrizas. Era como mirar una estatua, pero respiraba, y acariciaba mi contorno con su lengua.

Mi cuerpo se estremecía con cada una de sus caricias, con su sexo dentro de mí, con sus besos en mi cuello, y sus manos derritiéndose sobre mis senos. Esta vez, el silencio no pudo vencer mis pulmones, y mis gemidos estremecieron la fibra misma de mi alma.

Mis lamentos se volvieron agua, mi cuerpo se volvió frío, como la muerte. Mi respiración desapareció súbitamente, pero mi cuerpo seguía sacudiéndose en un fluir inconsciente extático. Mi corazón estaba envuelto en un escalofrío, y la boca que me devoraba hacía unos microsegundos, ya no lo hacía.

– “¡Señorita!”, exclamaba una voz, cuyo aliento podía saborear en su boca.

Entonces recordó aquel camión, y el zumbido de las ruedas de su automóvil.

– “Creía que no lo lograría, pero la salvé”, decía agitado aquel desconocido. “Su carro está en el fondo del agua, pero pude sacarla. ¿Cómo se siente?”

Katerina comenzó a gritar como loca, y perdió el conocimiento. El joven la dejó tendida en el suelo, tomó su teléfono celular, y marcó “9-1-1”.

He muerto muchas veces. Esta es la tercera, aunque siento que he muerto mil.

Mi cuerpo lleva las cicatrices de mis batallas inertes. Mis sueños llevan las cicatrices de mis gemidos.

A veces me siento volando, otras devorada, pero igual me da. Mañana será otro, y yo sigo aquí, lamentablemente viva y perdida en este laberinto maldito que me cavila, y planifica día a día como llevarme a la tumba fría por un rato, y devolverme, solo por joder mi existencia.

Soñando con Gloria

Me abría paso entre la espesa multitud que se formaba frente a La Confiserie. A lo lejos se escuchaban las sirenas de la policía. Sobre mi cabeza se observaba un lánguido atardecer y las lámparas de la calle.

— “¡Déjenla respirar!”, gritaba uno.

— “¡Pero si no respira, no hay pulso!”, gritaba el otro.

Primero vi unas muletas en el suelo. Mi corazón se aceleraba. Luego vi su cuerpo inerte, con una aureola roja, que crecía coronando sus bellos cabellos miel.

Buscaba mi voz, pero no la encontré. Buscaba mi vida, pero huyó, para nunca regresar.

Realmente esto era todo un experimento. ¿Un triatlón? Y menos con mi increíble condición física.

Era un poco de correr bicicleta, un poco correr a pie, y un corto nado en la piscina. No era tampoco algo muy exigente. Aunque no gané, no hice mal tiempo, lo cual le dio el puntaje necesario a mi equipo para ganar la competencia. Todo este evento era un increíble cliché, encajonando para esta pequeña isla tropical caribeña, dónde no era bueno vivir, pero si divertirse.

Humillante para mí, quien tampoco ganó la carrera, pero me ganó a mí, fue una muchacha coja. Gloria, se llamaba. Tenía una sonrisa simpática, un cuerpo delgado, pero no precisamente atlético, ojos un poco grandes para su rostro, y una piel excesivamente blanca, como la de un fantasma, muy en contraste con mi naturaleza mediterránea. Lo que despertó mi interés en ella fue que me hubiera estado mirando tanto luego de la competencia, así es que me acerqué y le platiqué un rato.

— “¿Sabes que ganaste porque te dejé, verdad?”

— “What? I didn’t win! I just beat you, and you were one of the last.”

— “Como quiera, los tiempos no estuvieron malos. Digo, eso dicen. Yo no sé nada de esto. Yo sólo nadé y corrí.”

— “Pues estuvo patético”, Y se sonrió. Yo sé que había un click por algún lado.

— “Voy a la barra a buscar un poco de gasolina. ¿Te compro un trago? ”

— “Alright: Bourbon with Coke.”

— “Coño, tu bebes como hombre.”

Cuando regresé con los tragos, me estaba esperando al borde de la piscina, donde continuamos hablando durante varias horas y varias copas.

A medida que se iba acercando la noche, el alcohol se convirtió en atrevimiento, y la besé. Ella me correspondió dulcemente. No fue el beso apasionado que vemos en las películas, fue un beso simple, corto, con el cual saboreé sus labios. Luego, su lengua. No tengo que explicar que la pasamos muy bien.

Ya era hora de despedirse, y decidimos escaparnos a su habitación. Los cuartos del hotel dónde nos quedábamos no eran suntuosos, más bien, eran pequeños y simples, evocando un ambiente rústico. Abrías la puerta, y ahí estaba la cama, que no era muy grande. Había una pequeña mesa adornada con flores, y un cuadro completamente genérico que mostraba una playa pintada.

No perdimos tiempo, y nos desnudamos el uno al otro, mientras mordíamos nuestros labios. La levanté del suelo y la lancé bruscamente a la cama, y me abalancé sobre ella a hacerle cosquillas en la cintura con mi lengua. Las risas se fueron convirtiendo en suspiros, a medida que recorría su cuerpo con mi boca. Y esos suspiros húmedos se evaporaron, cuando se abrió la puerta, mostrando dos figuras de vestimenta formal.

Creo que el tiempo se congeló, deben haber pasado como cinco minutos, y no podía moverme. Cuando recuperé el aliento, me di cuenta que Gloria nos había arropado con un edredón.

Eran sus padres, quienes dieron media vuelta y salieron de la habitación. Ella me dijo que no tenía idea que llegarían allí, aunque sabía que tenían copia de las llaves del cuarto, porque ellos fueron quienes lo habían reservado inicialmente.

Nos vestimos y los invitamos a la habitación. Su madre entró, y su padre me haló de un brazo, hacia el pasillo.

— “¿Who the fuck are you, jodido perla de mierda?”

La verdad es que no sabía que contestar, no había pensado en el estatus de nuestra relación.

— “Yo soy Eduardo, amigo de Gloria.”

— “No jodas. Clase de amigo, ah. ¿Sabías que veníamos a buscarla hoy para su operación mañana? Sacando ventaja de su condición, eres tremendo maricón, y te voy a joder.”

Me agarró de la camisa y me lanzó contra la pared de aquel largo corredor. Las puertas del resto de las habitaciones estaban cerradas: claro, estaban todos disfrutando del sol y la playa. Gloria y yo habíamos estado disfrutando de nuestros cuerpos.

— “¡Déjalo papá! ¡Él no sabe nada! ¡Por qué le dijiste!” — Gritaba Gloria, con una voz temblorosa que jamás había escuchado, en legua española, matizada con ese acento estadounidense.

Repentinamente, me sentí fuera de la conversación, totalmente ajeno a este gran secreto, que sabían todos menos yo.

— “¿De qué hablan? Gloria…”

Aquel hombre, mucho más grande que yo, comenzó a llorar. Sus lágrimas se mezclaban con su ancho bigote, y me soltó. Ana, su esposa, se acercó y lo abrazó.

— “A Gloria le operan su pierna mañana. No hay remedio, la pierde. La infección no se detiene.”

El tiempo se detuvo nuevamente. O sea, Gloria cojeaba porque su pierna estaba dañada, pero no sabía que a ese extremo. Cuando la acariciaba, la sentía un poco fría, pero jamás pensé que se debía a algo similar. Se veía completamente normal, blanca, como el resto de su cuerpo, su cintura, y sus senos. Durante el tiempo que pasamos juntos en aquel paraíso, bailamos, bebimos, y disfrutamos de las excursiones, de la playa, como si fuéramos una pareja con veinte años de historia, sin secretos. Pero esto era algo completamente nuevo para mí.

Recuerdo que le pregunté a que se debía su claudicación, y sólo me dijo que era una infección “del tipo que no se contagia. No te preocupes, no me duele, no me molesta. Sólo, que no tengo mucha sensación en la pierna. That’s it.” Aparentemente, that was not it.

El crujir metálico de los tanques de guerra alemanes era inconfundible, junto a su respiración de vapor y su olor a aceite quemado. Los escuchaba acercarse, mientras yo esperaba para unirme a la tropa. Todo en Mauthausen estaba tranquilo. La gente caminaba por el poblado como si la guerra no estuviera cerca, aunque a veces la sangre se podía oler en el viento.

Al llegar la tarde, me dirigí al apartamento. Cuando abrí la puerta, todo estaba extrañamente oscuro, y faltaba el delicioso perfume de mi amada, con el cual me recibía a diario.

Entonces, escuché el sonido que hace la tela cuando se desgarra, y corrí en su dirección desenfundando mi Luger. Abrí la puerta, y ahí estaba aquel gigante rubio, barbudo, y hediento sobre el cuerpo blanco de Gloria. La prótesis de su pierna estaba a un lado, las muletas a otro, y su cara estaba llena de sangre. Definitivamente yo fui una visita inesperada: la cara de asombro de aquel hombre no necesitaba palabras. Sin pensarlo dos veces, hice un certero disparo en su cabeza.

En ese instante, entró la policía, junto a un hombre que había visto antes en pancartas cerca del teatro. Su nombre era Ricardo Gil, un famoso cantante de ópera, y me dijo en perfecto español, el cual era raro escuchar en aquellos lares: “¡Mataste a mi hermano!” Y se abalanzó sobre él, cuyo cuerpo yacía al lado de Gloria.

Yo me acerqué a mi querida, quien estaba muy maltrecha.

— “This man just followed me here. I don’t know what really happened. He came in and beat me, took out my leg, and tried to rape me, but I didn’t let him. I ate his ear. Then you shot him dead.”

Justo dijo estas palabras, y se desmayó.

— “¡Hijo de puta, mataste a mi hermano! Yo lo iba siguiendo e íbamos a entrar, cuando escuchamos el disparo. Él tenía ciertos problemas, pero no era malo. ¡Mataste a mi hermano, maldita seas, y ahora estoy solo!”, gritaba Gil.

Levanté a Gloria del suelo, la cargué en mis brazos, la dejé en nuestro cuarto, y regresé al baño, dónde yacía el hermano del cantante. La policía no hizo preguntas en aquel momento, era obvio lo que había ocurrido ahí. Entre todos cargaron el cuerpo de aquel individuo, y se fueron, no sin antes decirme que me visitarían luego para hablar acerca de lo sucedido.

— “Gute Nacht.”

Todo el planeta huele a vapor. Todos los lugares están rodeados por ductos de bronce. Hasta el frío era distribuido con vapor. A veces pensaba que tanta humedad era nauseabunda, pero por otro lado, ¿dónde estaríamos si no fuera por esta maravillosa tecnología?

Ahora el vapor impregnaba el tren en dirección a Toulouse.

— “El médico me dijo que la infección estaba en la otra pierna, y que la iba a perder.”

Quedé atónito. Tantos años juntos, y todavía aquel demonio circulaba su sangre. Ella lucía llorosa, pero resignada. Ella me hablaba, mientras tocaba aquella pierna mecánica, que llevaba al lado izquierdo de su cuerpo.

— “Sabes que te amo. Amo cada centímetro de tu cuerpo, de tu alma. Si es lo que hay que hacer, voy a estar aquí para ti. Mientras cargues esa mirada preciosa, y ese corazón cálido, te voy a amar.”

— “Come, I want to show you something…”, dijo, con aquella sonrisa traviesa que la caracterizaba.

Caminamos hacia un vagón que transportaba leña, y se encontraba apartado del ojo humano. Era como un laberinto de madera, tenue, pero intrigante. Con sus ojos depositados en los míos, y con súbito, pero sensual movimiento, acarició mi sexo por encima del pantalón.

— “Gloria…”

— “You are my man, my first and only gentleman. I don’t know any better, or worse. And I love you, and I don’t need anything else”, susurró a mi oído.

— “Shut up, and fuck me, just like you used to when we were teenagers. Fuck my wetness, and lick it, like only you know how to.”

Puse mi mano bajo su falda, y sentí su calor. La besé violentamente. Me sentía como un ladrón robando el secreto de la vida. Y descendimos, poco a poco, ocultos entre madera y oscuridad.

Eran aproximadamente las cuatro de la madrugada, y la sala de mi antigua casa de Berlín estaba iluminada muy tenuemente.

Mi abuela estaba sentada en el sofá como de costumbre, y yo, un niño aún, fui a sentarme en su falda.

Me miró de manera seria: ¡Gloria es una puta! Asumo que lo dijo con su mirada, porque nunca movió los labios.

Levante mi cuerpo adulto de su regazo, y le di una bofetada, pero fuerte, como se la daría a un hombre. Ella cerró sus ojos lentamente, y volvió a mirarme, llorosa. Yo la abracé, y ella se volvió polvo.

— “Perdón, abuela”, dije llorando yo también. “La amo desde el primer día que la tuve entre mis brazos. El hombre que maté trató de violarla. ¡Yo le creo abuela! ¡Yo le creo!”

“Esta infección se encuentra en su punto de máximo desarrollo, Gloria, no hay más nada que podamos hacer. Ve a tu casa, prepara la cena para tu marido, ámalo y cuéntale.”

Llorosa, se fue a casa a esperarme. Al menos, eso me contó el médico semanas después.

— “Eduardo, let’s get married and have children. We’ve wandered through half the world, and we have never been married.”

— “¿Pero, para qué? Llevamos más de seis años juntos. A quién le importa eso del matrimonio. Total, todos piensan que estamos casados.”

— “Yes, but God knows…”

— “Dios no existe.”

— “How can you tell?”

— “Tú sabes el cuento de cómo el Emperador Romano Constantino regó la voz acerca del Cristianismo. Si no hubiera sido por él, creeríamos en Zeus ahora mismo, y le llevaríamos uvas a Dionisio.”

— “Baby, forget about the Bible. God lives inside us, and he’s watching us. The one thing that is sacred to God is love. Let’s get married in front of him, and have an enormous family.”

— “¡Basta de estupideces! ¿Para qué quiero traer hijos a este mundo tan cruel, lleno de guerra y maldad?”

Di media vuelta, y me dirigí a la puerta.

— “Baby, I’m dying…”

— “We all are”, constesté, y me fuí.

Caminé por el pueblo durante horas, y recordé que Gloria había ido al médico un poco más temprano. Un extraño pensamiento me invadió la cabeza. ¿Sería que aquella infección infernal por fin estaría acabando con ella? Mi terquedad había nublado mi razón.

Regresé a casa, había atardecido, pero ella ya no se encontraba ahí. Una vecina me dijo que la había visto caminando hacia la dulcería del pueblo, y hacia allá me dirigí.

A lo lejos, escuché un trueno, y vi cómo se arremolinaba un tumulto frente a La Confiserie. Corrí, y empujé la gente, y ahí estaba ella, en el suelo. Había sangre en todo el suelo, y ahora en mis manos. Volteé, lloroso, y no podía creer lo que veían mis ojos: el famoso español Ricardo Gil, se alejaba lentamente de aquel lugar.

Volví a empujar a la gente, pero ahora la multitud era más densa, y como magia, el cantante desapareció frente a mis ojos.

La mañana era muy clara, y su luz me despertó. No había sangre, ni multitud, ni disparos: sólo estaba yo envuelto en mis sábanas, lloroso, sufriendo en mi vigilia por un sueño.

Fue interesante, nunca he estado ni en Francia, ni en Alemania, pero fue todo demasiado real. Tenía el sabor de Gloria en los labios, o al menos, esa impresión tenía. Su perfume también parecía reposar suavemente en mi respiración.

Me levanté de la cama, y caminé hacia el comedor. Tomé el lápiz y el bloque de papel que estaban ahí cerca, me senté, y comencé a escribir.

La Muerte De Katerina: Día Dos

Ver el “Día Uno”…

“Háblale.”

“No, háblale tú, que estás cerca de su oído.”

“Katerina” – susurraba – “¡Tan grande y tan pálida! ¡Tan gris!”

Con un giro de su cabeza, una de las diminutas arañas cayó al suelo, mientras la otra se aferró fuertemente a su oreja. Con un poco de impulso, entró en su oído.

Ahora su voz era estruendosa: “Ahora soy parte de tu pensar. ¡Me tienes atrapado en esta mugre! ¡Seré parte de tu carne y de tu cerebro hasta que mueras!”

Desesperada, Katerina tomó unas tijeras, y comenzó a rascarse violentamente los oídos y la cabeza. Sangre se disparó explosivamente, y un alarido escapó sus labios.

Ahora, la voz reía maniacamente: “¡Puta gris, llegué para quedarme!”

Sin poder aguantar más, corrió desde su baño hasta su cuarto en el segundo piso, y de un salto atravesó aquella ventana de cristal que una vez sirvió de marco para su cuerpo colgado.

Escuchaba los gritos en su interior, pero también sentía la brisa abofeteando su rostro.

Súbitamente, la yerba fresca acariciaba su cuerpo, y las voces eran ahora mudas.

Cuando abrí los ojos, vi unos pájaros negros volar justo frente a mis ojos, tan cerca, que parecía que se iban a enredar en mis largas pestañas. Traté de alcanzar uno con mis manos, pero desapareció entre mis dedos.

Me levanté, y pude admirar aquellas flores extrañísimas que vestían el patio de mi casa, las cuales hacían cosquillas en mis pies. Eran pequeñitas, negras, y con su centro rojo. Caminé sobre ellas, alrededor de una casa muy similar a la mía, pero no creo que lo fuera, porque esta era vieja y descolorida. Además, mi casa tenía tejas color ladrillo brillante, y las que veo tienen el color de la sangre seca. Decidí alejarme un poco, porque su olor a humedad me daba náuseas.

Más adelante, pude divisar un cuerpo inerte en el piso. Tenía un parecido conmigo, pero no era yo, pues yo estaba aquí. Era como una reflexión de espejo, pero inmóvil, y con su cara cubierta de sangre, vidrios y astillas. Había unas tijeras que salían de un ojo.

Di media vuelta, y cerré los ojos. Podía escuchar el zumbido del viento, y sentirlo en mi rostro. Podía saborear la grama fresca. No era ni de noche ni de día, no veía ni sol ni luna: era todo una tétrica penumbra. Poco a poco se iba aclarando mi memoria. Debo estar muerta, pero es tan distinto a la primera vez que lo estuve. La magia había sido reemplazada por un aroma a miedo.

A lo lejos, divisé una pequeña cueva, hacia la cual me dirigí.

La entrada estaba cubierta por un musgo marrón, como espumoso. Se escuchaba un eco reconfortante en su interior, así es que entré. Creo que escuchaba música. No, eran pequeños gemidos melodiosos. Eran voces que exhalaban el placer de la carne. Me percaté que esta profundidad húmeda tenía un olor a mar, un aroma sexual.

A medida que me iba adentrando en la cueva, el olor se intensificaba, y los gemidos se escuchaban más fuertes, y poco a poco mi cuerpo enloquecía. Sentía el placer extraño de quién hace travesuras y es observado secretamente. Me recosté de una pared y me deslicé hasta su suave suelo. Acaricié mis senos, pellizcando mis pezones. Aquel olor acariciaba mi cintura y mis muslos. Con mis manos, exploraba los menudos vellos que rodeaban mis entremuslos, y acariciaba aquel pequeño pedacito de carne que iba cobrando rigidez. Mis suaves gemidos hacían compañía a la musicalidad de aquella gruta. Mi cuerpo se encontraba húmedo con perspiración y lujuria.

Sentía unas manos invisibles haciéndome el amor, inundando mi boca con su éctasis, y acariciando mi cuello con su lengua. Junto a las naturales contracciones orgásmicas en mi vientre, sentí algo moverse, justo ahí adentro. Súbitamente, mi placer se convirtió en una desgarradora agonía. Unas patas antropoideas salían del núcleo de mi placer, rompiéndome, como un parto, pero no uno humano. Fatigada pude observar como una gigantesca araña cubierta de sangre huía de mi cuerpo, caminando por las paredes de aquella tenue cueva. Aquel horrendo animal cruzó un enorme acantilado, hasta llegar al otro lado.

A medida que la araña se alejaba, dejaba atrás, como rastro, un fino hilo sedoso, que formaba un puente entre ambos lados del vacío.

Perseguí con mis ojos aquella tela sedosa, hasta llegar a su origen, donde se cruzaron nuestras miradas. Ella reía burlonamente, y repetía: “Eres gris. Ayer eras gris. Aún adentro de tus oídos mugrientos, sigues gris, como ceniza de cigarrillos, como el polvo de tus huesos.”

Me armé de valor, y decidí cruzar aquel fino puente para confrontar aquel maldito ser, que me atormentaba, y que es responsable de estos vidrios que visten mi rostro.

Luego de caminar dos o tres pasos, me encontraba frente a ella. Con sus mil ojos, y conservando una postura estatuesca, me observaba, y con un inesperado movimiento, devoró mi piel. Mi alma huyó despavorida, buscando refugio en las sombras más oscuras de la cueva. Era yo ahora un músculo vacío, frío, y rígido.

Sin poder contenerme, caí al suelo, temblorosa.

Aquella bestia se acercaba, al parecer, a concluir lo que había comenzado, y así lo hizo. Arrancó primero una de mis piernas, luego devoró los dedos de mis manos, y luego, el resto, de un solo golpe.

Sobre aquella oscuridad que digería lentamente a Katerina, se observó una luz. Dos, tres, más rayos de luz, como dedos, o como un cuchillo, entrando por el vientre de la araña. Ella pudo ver su rostro reflejado en aquella luminosidad. Era ella misma, su alma que había salido de su escondite.

Poco a poco, se fue volviendo tenue la luz, y el espacio se iba encogiendo.

Sentía al monstruo encogiéndose a mi alrededor, y lentamente, su piel se convertía en la mía. Ahora, no hay más araña, lo que queda es un pellejo gris sobre mi luz.

Me sentía libre, aunque presa en aquella cueva, cuyo puente sedoso había quedado destruido.

También sentía el suelo caer a mi alrededor. Y yo me derrumbé, también, junto a la cueva.

La luz entró a través de uno de sus párpados, y junto a ella, un fuerte dolor en todo el cuerpo. Saboreaba sangre, madera y cristal, y escuchaba voces acercándose, junto al llorar de una ambulancia.

Una vecina la agarraba fuertemente de la mano.

“Ya viene ayuda, Kathy, no te preocupes.”

Y ella sonrió. Había muerto por segunda vez, y ahí estaba, de regreso a su cotidianidad, su gris, al igual que ayer. Su respiración era débil, y estaba segura que, lamentablemente, todo estaría bien.

Vampiro

“La eternidad es un concepto imposible de comprender por el hombre, por la naturaleza perecedera de todo lo que conoce.”
Hace mucho tiempo que soy vampiro. He aprendido bastante acerca de nosotros en los libros y en la televisión, aunque la mayoría es ficción. Ni las cruces ni el agua bendita me afectan, ni siquiera atravesar mi corazón podría causarme algún daño: todas son falacias del cine y de escritores con mucha imaginación. Lo único que tengo prohibido es caminar durante el día, porque sólo un destello de luz solar podría transformar mi cuerpo en cenizas. Mas aún así, quién lo puede asegurar, tal vez es también parte de la mitología popular.

Soy vivo, mas evidentemente, no en una forma natural. Soy, como puede imaginar, inmortal.

Puedo escuchar los lamentos de las ánimas y los latidos de un corazón a varias millas de distancia. Mis colmillos son largos, como los de una pantera, y afilados, como la espina de una rosa. Mis uñas parecen de cristal, y mis lágrimas son sangre. Cuando no me he alimentado por largos periodos de tiempo, mi piel irradia cierta brillantez sobrenatural, la cual me dificulta el caminar entre los mortales sin levantar sospechas acerca de mi origen. Y creo que usted, amigo lector, debe conocer el tipo de dieta que llevo, la cual es la característica que más distingue mi naturaleza de la humana. Han sido el tiempo y la experiencia mis mejores compañeros en esta aventura, ayudándome a separar los mitos de las verdades.

Este relato que les voy a narrar describe uno de los sucesos más significativos en mi existencia como caminante nocturno. Ocurrió luego de seis meses de haberme convertido en Vampiro.

Unas nubes grises, las cuales amenazaban con derramarse sobre la tierra fresca, opacaban los destellos de la luna en cuarto menguante.

Podía escuchar el crujir de las hojas al ser acariciadas por el viento; distinguir, mejor que nadie, los colores de los murales pintados en los viejos edificios de la universidad; respirar el delicioso perfume de las margaritas que florecían en bosques lejos de aquí, inalcanzables por la mano del hombre.

Algo que me deleitaba, y aún lo sigue haciendo, era escuchar el murmullo característico de las ánimas de las multitudes.

Allí me encontraba, parado frente al teatro, mi pensamiento dirigido hacia aquel torrente de emociones que emanaba del público, de los actores, del director de la obra que allí se presentaba. En fin, de todos los cuerpos almados que allí se encontraban. Jugué con sus mentes — con todas ellas — y las leía, como quien lee una revista. Me burlaba de sus deseos, de sus miedos, de sus risas y de sus llantos silenciosos, porque yo conocía el verdadero significado de la existencia. Fue ahí donde la encontré.

Su piel era blanca como la nieve; sus labios, como los pétalos de una rosa, suaves y delicados. Su alma tenía una delicadeza angelical y una sensualidad que enloquecía mis sentidos. Pude saborear su nombre en mis labios: Verónica.

Quería robar sus besos, sin quitar su aliento; sentir su piel, sin quitar el color rosa de sus mejillas. Pensar en su sangre recorriendo mis venas me hacía vivir. Sentía nuevamente el delirio humano, el cual había olvidado hace algún tiempo.

Verónica, ven, y dame tu aliento.

Yo estaba recostado de una pared sombría, desde la cual podía estudiar el movimiento de las multitudes entrando y saliendo del teatro, y, al mismo tiempo, ocultar el extraño resplandor característico de mi piel. Contemplaba la puerta de salida del teatro, donde ella aparecería.

Poco a poco, la penumbra que envolvía aquel lugar dejaba entrever una figura. Ahí estaba, bella en un vestido rojo, que resaltaba irresistiblemente la palidez de su piel. Su cabello estaba recogido, permitiéndome ver claramente su cuello, el cual se extendía hasta el cielo mismo.

Puse mi nombre en sus labios, y aunque me encontraba a muchos metros de distancia, pude ver como se transformaba su boca al invocarme en un débil suspiro.

Ella caminaba hacia la oscuridad que me rodeaba. Nos atraíamos como los polos opuestos de un cuerpo, ahora los polos opuestos de la existencia misma.

Ahí estaba yo, en mi vestimenta impecable. Llevaba una camisa negra de mangas largas y unos pantalones gris oscuro. Mi cabello negro, que hacía juego con mis ojos azabache, caía un poco más abajo de mis mejillas. Mi sonrisa perlada resplandecía, y resaltaban mis colmillos felinos.

Me acerqué a ella, y no sintió miedo: sabía quien yo era antes de ser Vampiro. Ya mis ojos se habían reflejado en los suyos; ya su nombre se había derretido en mi lengua.

Tal vez por eso la llamé. Siempre deseé poseer su carne y su espíritu; siempre quise sentir su dulce beso y su piel bajo mis uñas. Ahora todo era diferente: podía entrar en su mente y leer su espíritu, lo cual hice, nuevamente, mientras la miraba a los ojos.

Verónica sabía lo que yo estaba haciendo, mas no se resistió. Todo lo contrario, me abrió su interior y me mostró sus más íntimos secretos, sus fantasías y sus delirios. Desbordó toda su pasión en un pensamiento que estremeció mi cuerpo. Se acercó a mí, y tomó mis manos heladas, acarició mi rostro muerto, y siguió perdida en mi mirada. Era ella, ahora, quien trataba de buscar en mi alma, pero su condición humana no se lo permitía.

“¿Qué te ha pasado? ¿En qué te has convertido? ¿Qué eres?” – susurraban sus labios, ahora, con un poco de miedo.

Yo estaba ahí, sólo repitiendo su nombre en mi pensamiento. Mis labios eran incapaces de moverse. De la misma manera en que había puesto mi nombre en sus labios antes, susurré en su mente:

Verónica, hace tiempo que mi alma clama por la tuya. Hace tiempo que mi boca delira por tu piel, y mis manos por tu beso. Acércate a mí, y regálame tu hálito. Déjame beber del cáliz de tu cuerpo, y bebe del mío, para así culminar esta desesperación y comenzar una aventura. Vamos a convertirnos en una historia sin comienzo ni final, porque así es mi deseo por ti, infinito.

Ella parecía saber en qué consistía el ritual. Era lo único que los libros y el cine habían logrado reconstruir de la manera más fiel.

Se acercó aún más a mí, soltó su cabellera, y me besó. Aquel beso duró más de una vida, y fue, en ese momento, que se desbordó toda mi pasión. Ella cortó accidentalmente su lengua con mis colmillos, permitiéndome saborear esa sangre, tan llena de pasión y de vida, que circulaba sus venas. Un suspiro y mil gemidos escaparon de mi boca. Un escalofrío recorrió su delicada piel. Mordí mis labios, para que ella también pudiera saborear mi sangre. Al hacerlo, enloqueció apasionadamente. Ahora ella gemía.

Nos habíamos deslizado de sombra en sombra, hasta llegar a un lugar completamente desolado, lejos del teatro. Nuestros labios estaban llenos de una misma sangre; bebíamos de la copa que formaba nuestro besar.

En medio de ese remolino de emociones y caricias, deslicé mi boca desde sus labios hasta su cuello, y clavé mis colmillos de la manera más sutil, ella sintiendo el más delicioso dolor. Dejó escapar un suspiro, y otro escalofrío recorrió su cuerpo de pies a cabeza.

Sus manos encontraron las mías, y con sus uñas desgarró la piel de mi muñeca, derramando mi sangre con la promesa de una vida eterna.

Toma, bebe mi sangre, y sé eterna en tu amor por mí. Eterno soy en mi amor por ti.

Acercó mi brazo a su boca, y bebió. Mientras yo bebía de su cuello, ella bebía de mi muñeca, formando un circuito de vida mortal y vida eterna. Sentía sus senos contra mi pecho. Mi sexo se erguía, lleno de su sangre. Ambos éramos inmortales en nuestro deseo.

Mis manos descendían hasta sus piernas, se deslizaban sobre su piel, jugaban con su cabello, con su vestido, y con la brisa que acariciaba mis dedos y su espalda.

Mis besos viajaron desde sus labios hasta su pecho, desde su pecho hasta su vientre, desde su vientre hasta su pubis. Ella, con una mano, acariciaba mi cabello, y con la otra, mi espalda, ahora caliente porque su vida nutría mi cuerpo.

Mis labios se enmarañaban en su sexo. Mi lengua saboreaba el dulce néctar de su interior. Mi alma escalaba sus piernas temblorosas, se ahogaba en un suspiro al besar su cintura blanca, y renacía en el dulce de su sangre, que bañaba nuestros cuerpos.

Ella rasgaba mi pecho y mi espalda. Yo clavaba mis uñas en sus muñecas, y bebía aquel vino, que chispeaba dulce en mi boca.

En aquel momento, nuestros cuerpos estaban cubiertos por los vestigios de nuestra ropa. Eran, sólo, trozos de tela tintos y húmedos con el rocío de la noche y de nuestro líquido vital.

Yo estaba agotado por la sangre que había perdido. Verónica, aunque había perdido más que yo, había cobrado una nueva fuerza sobrenatural — poseía el vigor de inmortalidad.

Ahora ella bebía de mi cuerpo, de las heridas que tenía en mi pecho y mi espalda, mientras mi sexo buscaba más sentido en su interior. Entre suspiros y gemidos corrían nuestras almas, dándole significado a esa muerte inmortal que ambos estábamos compartiendo en ese momento.

Nuestro éctasis culminó con la amenaza de la luz del alba, en esta primera noche de la aventura de nuestra nueva existencia. Estaríamos, ahora, juntos en un para siempre, a escondidas del Sol, durante todas las noches de la eternidad.

Esa noche murió el cielo. Las almas caían felices a la Tierra, donde pueden sentir, nuevamente, el delirio terrenal.

“ ‘Love?’ I asked. ‘There was love between you and the vampire who made you?’ I leaned forward.

“ ‘Yes,’ he said. ‘A love so strong that he couldn’t allow me to grow old and die. A love that waited patiently until I was strong enough to be born to darkness.’ ”

Fragmento de Interview with the Vampire,
escrito por Anne Rice.

Caminamos rápidamente cerca del teatro, el cual estaba ahora, completamente vacío.

La lluvia, que golpeaba impetuosamente las aceras de aquellos oscuros callejones y humedecía nuestros cuerpos, era la única compañía que teníamos. Nos movíamos tan rápido, que de alguien haber estado en las cercanías, no hubiera podido vernos. Bailábamos al unísono con las sombras.

Nos detuvimos frente a una ventana, la cual estaba iluminada por la luz tenue que ofrecían unas velas. Verónica se acercó y observó sus manos y el reflejo de su rostro en el cristal. El color rosa que habitaba sus palmas y sus mejillas había desaparecido, al igual que la vida como la había conocido hasta ese momento. Poco a poco, se le hacían visibles los colores imposibles de capturar por los ojos mortales. Poco a poco, comenzaba a escuchar los lamentos de las almas. Poco a poco, crecían unos colmillos afilados dentro de su boca.

“¡Qué eres! ¡Qué soy! Mis manos se han vuelto pálidas como la muerte, pero puedo respirar, ver y sentir. ¡Qué es este frío!” — gritaba Verónica, horrorizada y sorprendida — “¡En qué me has convertido!”

Le contesté, esta vez utilizando esa voz, tan natural para los humanos, pero tan olvidada para mí:

“Eres ahora quien siente la pena que acosa las almas, quien escucha el crujir y caer de los pétalos de una rosa. Eres, ahora, una con la noche. También quien le brinda la muerte súbita o la vida eterna a la existencia perecedera.”

“El frío que sientes es la sangre muerta que ahora circula por tus venas, y la nueva vida que estas adoptando. La vida que Dios una vez te brindó te está abandonando; al mismo tiempo, la que yo acabo de soplar en tu corazón sostiene tu alma y alimenta tu cuerpo, y así será hasta el final de tus días, el cual, tal vez, nunca verás.”

“Sé que esto puede parecerte sinsentido. Lo único que puedo asegurarte es que eres Vampiro en la eternidad, y eterna eres en mi amor.”