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Hoy me encuentro al borde de mi cama, mirando las telarañas que se forman en el marco de la ventana. Observo también mis uñas carcomidas, y las cicatrices en mis muslos, en mis brazos. Me siento muerta, más mi pecho respira, y mi piel siente.
A lo lejos se escuchaba el crujir de las olas, el cual fue interrumpido por el delicado tamborileo de unos pasos, y una voz tenue que susurró “mamá”, como onomatopeya de mi vientre.
¡Mi bebé había crecido tanto! Parece que fue ayer cuando nació, y antes de ayer cuando le fue regalada a mi vientre. Fue uno de esos obsequios que no pides, no quieres, pero te ves obligada a utilizarlo, a vivirlo, a amarlo.
Se parecía tanto a mí, su piel blanca y su cabello suave, el cual caía como una cascada sobre su delicado rostro. Pero existía algo de quién la engendró, aquel maleficio que se apoderó de mi cuerpo sin mi consentimiento. Era su mirada, la determinación, la sed de obtener lo que desea, así signifique destrozar todo a su alrededor. Cada vez que peinaba su pelo, o arreglaba el cuello de su camisa, no podía evitar pensarlo.
Han pasado ya cuatro años, pensé, cuando escuché su voz entonar mi nombre. Maldito sea el día en que fuiste creada, pequeño demonio. Bendito sea el día en que naciste, pequeño ángel.
Cuando miré, estaba recostada del marco de la puerta. Primero pensé que tenía un juguete en sus manos, pero luego distinguí el matiz metálico que distinguía a la muerte súbita. Corrió a donde mí, y con una dulce sonrisa, apuntó hacia mi rostro, y antes que pudiera decir o hacer cualquier cosa, me parece haberla escuchado decir “bang”.
Me rodeaba una oscuridad lúgubre, me sentía ajena. Lo único familiar de este paisaje era el sabor a sangre, pero condimentada con un sazón metálico.
Cuando mis ojos se aclimataron al medio ambiente, pude ver una niña gigante y deforme mirándome detenidamente. Su piel se veía áspera y morada. Sus ojos, burlones. Sus pies, descalzos y sucios, al igual que el vestido blanco que llevaba. Su cabellera goteaba sudor, y parecía una red de algas llenas de mar. Sus manos, una de ellas sosteniendo una Colt que yo había comprado hacía poco menos de cuatro años.
Creo que mi respirar susurró Graciella, pero ella no escuchó, sólo me miraba con ojos curiosos. Debe ser porque mis labios no se movieron. Luego, comenzó a reir, y acercó su mano a mi frente. Traté de agarrarla, pero no me pude mover. Sin más remedio, vi como humedecía sus dedos en el torrente de vida que salía de mi rostro, los llevó a su boca, y los dejo caer por su cuello.
Mi subconsciente quería vomitar, pero mi cuerpo no respondía a ninguna orden de mi cerebro. Me sentía como una muñeca inerte, una marioneta sin titiritero. Sólo podía observar lo que tenía de frente, una versión grotesca del producto de mis entrañas.
Su risa, ahora burlona, no mermaba. De manera muy juguetona, se dio media vuelta, y corrió hacia la puerta. Alcancé a escuchar sus pasos bajando las escaleras.
Katerina se encontraba en el suelo, recostada de un lado de la cama, casi sin rostro. Su respiración era débil, y temblaba su pierna derecha. La mayoría de sus expresiones faciales se encontraban sobre la cama, el resto, quien sabe dónde.
El el primer piso, la niña correteaba nerviosa con la pistola en sus manos. Subía los escalones, miraba de reojo el cuerpo de su progenitora, y los bajaba, como quien no sabe que hacer.
Mamá no se mueve, ni hace nada.
Mamá está casi desangrada.
Mamá ayúdame, estoy asustada.
Me sentía muy mareada, y cuando finalmente me puse mover, lo que vi a mi alrededor fue un mar oscuro, del cual saltaban pequeños peces verdes. Me encontraba en un barco, como esos de pesca, tripulado por mucha gente. Se escuchaban murmullos casi inaudibles, acompañados del zumbido constante del motor.
– “¿Abuela?”
– “Shhhhh… Que no te oiga…”
– “¿Quién?”
Y señaló a un pequeño individuo que tenía una pequeña libreta y un lápiz. Era un enano, muy corpulento para su estatura, de aspecto isleño. Llevaba el cabello trenzado a la altura de los hombros, ropa oscura, y una capa que parecía color marrón. Se volteó a mirarme, al igual que todos en aquella embarcación, y se acercó con pasos muy rápidos.
Cuando lo miré a sus ojos, eran vacíos. Eran sólo una cuenca con un brillo, o al menos, eso parecía. Alzó su mano, y desde su altura, me dio una bofetada.
– “Shhhhh… Aquí el que habla soy yo. Tu ya no tienes ese derecho.”
– “Pero, ¿quién coños es usted?”
Y otra bofetada cruzó mi rostro, pero esta vez lo abofeteé de vuelta, y como acto casi instantáneo, las manos de abuela envolvieron mi cuerpo, me acercaron al borde de la embarcación, y me lanzaron al agua.
Mientras me hundía, tragaba de aquel mar, cuyo sabor era putrefacto. No era profundo, rápidamente toqué su fondo arenoso y áspero. Abrí mis ojos, y todo era rojo, parecía un lago de vino, con sabor a muerte. En el fondo yacían miles, tal vez hasta millones de huesos. Con un impulso, nadé hacia la superficie, sólo para ver un cielo, también rojo. A lo lejos vi tierra firme, y nadé hacia ella. A medida que me acercaba, distinguí una pequeña niña sentada con sus piernas cruzadas.
– “¿Graciella?”
Ella me miró, con ojos perdidos, llorosos y deformes. Se veían mucho más pequeños de lo que son en realidad. Se veían muy pequeños para cualquier rostro.
Cuando me acerqué más, nos abrazó un manto de oscuridad. Era todo una noche sin estrellas, dónde sólo se escuchaban nuestras respiraciones. Ni aquel mar hablaba. Y repentinamente se hizo claridad, pero de la que ciega, y un trueno ensordecedor.
Aquel era un pasillo redondo y gris férreo. Se escuchaba un eco murmulleante, producto de la conversación entre cientos de cuerpos morados, desnudos y sin sexo. Sus rostros no tenían facciones, pero todos reclamaban un pedazo de Katerina.
Se acercaron, y primero comenzaron a tocarla. Luego, la tiraban de los brazos, la mordían, la llamaban por su nombre. No podía correr, no había lugar para la huida. Trataba de dar la pelea, pero sus esfuerzos eran inútiles.
Sentía las mordidas desgarrantes, y el dolor la atormentaba. Sentía el deseo de morir, pero nadie le complacía, sencillamente arrancaban pequeños trozos y los engullían, como una de esos rituales canibalísticos que nadie se atreve a mencionar.
Cuando miró a lo lejos, disinguió a su hija, sonriendo en una esquina, como disfrutando aquel perverso espectáculo.
– “¡Maldita seas! ¡Te odio! ¡Mal nacida! ¡Maldito producto de la puta violación!”
El ambiente se tornó inmóvil. Todos parecían mirarla estupefacta, y Graciella comenzó a llorar. Aquellos entes retrocedieron, lentamente, mientras la niña se acercaba. Con una expresión rábida, y de un mordisco, engulló la cabeza de su madre, sin permitirle ni un respiro de consuelo.
Su lengua acariciaba mis tobillos, mis muslos y mi placer. Mi cuerpo lloraba un río de éxtasis, al sentir el calor de su boca y sus dedos dentro de mi. Gemíamos, ella de deseo, yo por lo delicioso que se sentían aquellos besos embriagantes.
Cuando abro los ojos, se encuentra mi pequeña con sus manitas acariciando mis senos. Sentía un placer horrorosamente incorrecto. Traté de moverme, pero no podía, mi cuerpo era presa de unos amarres que no podía ver.
No hagas eso, por favor.
Pero continuaba con su juego y sus caricias, mostrándome una mirada perversa. Y descendió nuevamente a acariciarme entre mis piernas con su boca húmeda. Y me penetró, una y otra vez, no sólo con sus dedos o con su manos, sino hasta con su pequeño y delicado brazo infantil. Sentía como llenaba todo mi espacio vacío con su exploración.
Y aquel incómodo placer se fue convirtiendo en un desgarrador dolor, cuando comenzó a introducir, primero su otro brazo, luego su cabeza, y lentamente su pequeño cuerpo. Grité, fuertemente, y nuevamente me cegó ese maldito resplandor imposible.
– “Llévatela, el pulso es débil, pero respira” – conversaban unas personas enmascaradas, a quienes casi no podía discernir.
– “Chiquita, todo va a estar bien, no te preocupes. Mamá se va a mejorar.”
Mi hijita me miraba, pero yo me encontraba imposibilitada de hacer cualquier gesto o movimiento. Traté de sonreír, pero lo único que logré fue exhalar.
Y ahí estaba, robando mi atención, un destello plateado justo al lado mío. Y con lo que me restaba de fuerzas, tomé esa Colt en mi mano izquierda, la acerque a mi cabeza… Bang, repetí en mi mente, y todo se volvió gris.