Noventa y Dos

Nos recuerdo escuchando música en aquel Ford Thunderbird del ochenta y ocho, mientras su padre ofrecía el Servicio Dominical en la Iglesia. Compartíamos uno de los asientos, y nos acariciábamos el cabello, sin un sólo beso.

Nunca olvidaré su cintura estrecha, ni sus caderas, ni su piel pálida, como luz de estrella, ni los lunares que llevaba prendidos, como luciérnagas de sus nubes, ni su boca pícara, siempre una tentación para la mía.

Guardo en mi memoria como en el noventa y dos le robe ese beso, y cómo luego nos golpeó como pared el que su padre no nos quisiera juntos. ¿Como era posible que aquel hombre, siendo un mensajero de Dios, nos privara del amor? De haber permitido nuestro romance, nuestra historia hubiera sido una diferente, y no hubiera pasado todos estos años imaginando cómo hubiese sido el “esto” inexistente. Aunque él apartó nuestros caminos, el destino es destino, y nos volvió a encontrar.

Yo solía ser una persona de mucha fe, en todos los aspectos. Creía en el ser humano, y su buena voluntad, y tenía esta alocada idea que existía alguien, más allá de mi entendimiento, que me observaba y me escuchaba. Esos eran los días en los cuales conservaba mi juventud espiritual. Con el pasar de los años, mi alma se volvió vieja, al igual que mis deseos, mis ambiciones – maltrechas por el tiempo y la vida.

Isabel era la hija de un ministro luterano, y mi madre frecuentaba la iglesia en la cual su padre ofrecía sus servicios. Yo la acompañaba, y ahí la conocí. Desde que la vi, la quise para mí. Tenía el cabello rubio y rizado, casi por su cintura. Su piel era como la nieve, y sus ojos, como la noche. Quería, a como de lugar, apoderarme de aquellos labios carnosos, adornados siempre por una pequeña sonrisa, y endulzados por una dulce y suave voz.

Luego vinieron sus lágrimas, luego un dulce beso, y luego, una despedida seca y orgullosa, como quien piensa que se lo merece todo. Yo era joven, adolescente, inmaduro, con esa maldita tendencia de alejar todo lo que quería tener cerca. Sólo tenía que mantenerme ahí, perseverando, pero no estaba dispuesto a enfrascarme en una guerra con un General Cristiano a quien yo no le hacía ninguna gracia.

Pasaron los días; así mismo, los meses y, finalmente, los años, y nuestro contacto se volvió frío. Nuestras vidas tomaron caminos diferentes. Aunque realmente desconozco cual fue el suyo, puedo hablar semanas del mio.

Un día, años después, y luego de varios amores y sábanas, decidí volver a acompañar a mi madre a visitar aquella iglesia, sólo por curiosidad. Al menos, esa era la excusa que me daba, por no aceptar la verdadera razón. Un sólo paso dentro del templo fue suficiente para darme cuenta que no podía engañarme.

Al igual que antes, su piel blanca como pétalo de margarita, su delgada cintura, sus senos menudos, sus caderas radiantes. Lo único diferente era el color de sus rizos, que eran ahora miel.

Al final del servicio, me acerqué y extendí mi mano. Y ese ademán se volvió un abrazo cálido. Pero ahí quedo todo: “Bye”, y nos despedimos. Yo me adelanté a mi progenitora, y me marché en mi carro a quien sabe donde.

Esa noche, Isabel llamó a mi apartamento, lo cual me sorprendió mucho. Mi madre le había dado mi número telefónico, por mas que siempre le decía que era privado y que “a nadie” se lo podía comunicar. Pero esa voz familiar fue más que bienvenida. Hablamos por horas, y quedamos en que la recogería en su casa para dar una vuelta.

Si mejor no recuerdo, fuimos al cine. Luego, decidimos ir a la playa, donde caminamos por la arena y las rocas sin que importara el tiempo. Hablamos sin parar durante horas, de lo mucho que había cambiado mi físico, de porque había dejado crecer mi cabello hasta los hombros, de mi barba, de cómo ella permanecía intacta ante el paso de los años, con la única excepción de su cabello y su mirada, la cual reflejaba más madurez. Charlamos de nuestras vidas, de nuestros estudios y trabajos.

Cuando nos cansamos de hablar, nos besamos. Nuestras lenguas bailaban y se fundían como dos espadas sobre la brasa. Mis manos acariciaban su cintura, y sus manos se enredaban en mi cabello. Jamás podré borrarlo de mis recuerdos.

Que ocurrió conmigo, no lo se todavía. Mientras ella parecía retomar todo con la misma candidez que antes, yo trabajaba incansablemente en la manera más fácil de llevarla a mi cama. Es a lo que estaba acostumbrado, a los amoríos de una noche, y así la traté, como a una sábana más. Y ella, ni corta ni perezosa, decidió que eso no era lo que quería.

Ese día era perfecto. La brisa que refrescaba los cuerpos, las nubes formaban animales salvajes. Nos dirigíamos, por idea suya, a un cementerio donde estaba sepultada una abuela de ella, y, junto a su lapida, me dijo las siguientes palabras: “Entre nosotros no va a haber más nada, esto se acabó. Seremos amigos, y ya, sin besos ni más nada.”

En mi cabeza no cabía eso. Me sentí tan humillado, despreciado, que la lleve a su casa y no la volví a llamar, con excepción de una vez, pero ella estaba tan indiferente en el teléfono, que colgué.

La última vez que supe de ella fue porque, hace aproximadamente un año, me encontré con su hermano en un centro comercial. Cuando le pregunté por ella, me contesto que estaba en Alemania, casada y con hijos. Ni siquiera recuerdo si era un hijo o una hija, o si era más de uno. Y como magia, aquel dulce beso adolescente de domingo se convirtió en cianuro.

Me parece increíble como todavía recuerdo el sabor de sus labios, con el aroma del mar y la textura de la suave arena. Me parece increíble como cada vez que escucho aquellos viejos boleros, me es inevitable recordar a Isabel, juntos escuchando música en aquel carro, y mis esperanzas de robarle un beso.

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