La Muerte De Katerina: Día Cinco

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Hoy me encuentro al borde de mi cama, mirando las telarañas que se forman en el marco de la ventana. Observo también mis uñas carcomidas, y las cicatrices en mis muslos, en mis brazos. Me siento muerta, más mi pecho respira, y mi piel siente.

A lo lejos se escuchaba el crujir de las olas, el cual fue interrumpido por el delicado tamborileo de unos pasos, y una voz tenue que susurró “mamá”, como onomatopeya de mi vientre.

¡Mi bebé había crecido tanto! Parece que fue ayer cuando nació, y antes de ayer cuando le fue regalada a mi vientre. Fue uno de esos obsequios que no pides, no quieres, pero te ves obligada a utilizarlo, a vivirlo, a amarlo.

Se parecía tanto a mí, su piel blanca y su cabello suave, el cual caía como una cascada sobre su delicado rostro. Pero existía algo de quién la engendró, aquel maleficio que se apoderó de mi cuerpo sin mi consentimiento. Era su mirada, la determinación, la sed de obtener lo que desea, así signifique destrozar todo a su alrededor. Cada vez que peinaba su pelo, o arreglaba el cuello de su camisa, no podía evitar pensarlo.

Han pasado ya cuatro años, pensé, cuando escuché su voz entonar mi nombre. Maldito sea el día en que fuiste creada, pequeño demonio. Bendito sea el día en que naciste, pequeño ángel.

Cuando miré, estaba recostada del marco de la puerta. Primero pensé que tenía un juguete en sus manos, pero luego distinguí el matiz metálico que distinguía a la muerte súbita. Corrió a donde mí, y con una dulce sonrisa, apuntó hacia mi rostro, y antes que pudiera decir o hacer cualquier cosa, me parece haberla escuchado decir “bang”.

Me rodeaba una oscuridad lúgubre, me sentía ajena. Lo único familiar de este paisaje era el sabor a sangre, pero condimentada con un sazón metálico.

Cuando mis ojos se aclimataron al medio ambiente, pude ver una niña gigante y deforme mirándome detenidamente. Su piel se veía áspera y morada. Sus ojos, burlones. Sus pies, descalzos y sucios, al igual que el vestido blanco que llevaba. Su cabellera goteaba sudor, y parecía una red de algas llenas de mar. Sus manos, una de ellas sosteniendo una Colt que yo había comprado hacía poco menos de cuatro años.

Creo que mi respirar susurró Graciella, pero ella no escuchó, sólo me miraba con ojos curiosos. Debe ser porque mis labios no se movieron. Luego, comenzó a reir, y acercó su mano a mi frente. Traté de agarrarla, pero no me pude mover. Sin más remedio, vi como humedecía sus dedos en el torrente de vida que salía de mi rostro, los llevó a su boca, y los dejo caer por su cuello.

Mi subconsciente quería vomitar, pero mi cuerpo no respondía a ninguna orden de mi cerebro. Me sentía como una muñeca inerte, una marioneta sin titiritero. Sólo podía observar lo que tenía de frente, una versión grotesca del producto de mis entrañas.

Su risa, ahora burlona, no mermaba. De manera muy juguetona, se dio media vuelta, y corrió hacia la puerta. Alcancé a escuchar sus pasos bajando las escaleras.

Katerina se encontraba en el suelo, recostada de un lado de la cama, casi sin rostro. Su respiración era débil, y temblaba su pierna derecha. La mayoría de sus expresiones faciales se encontraban sobre la cama, el resto, quien sabe dónde.

El el primer piso, la niña correteaba nerviosa con la pistola en sus manos. Subía los escalones, miraba de reojo el cuerpo de su progenitora, y los bajaba, como quien no sabe que hacer.

Mamá parece una muñeca, ahí tirada.
Mamá no se mueve, ni hace nada.
Mamá está casi desangrada.
Mamá ayúdame, estoy asustada.

Me sentía muy mareada, y cuando finalmente me puse mover, lo que vi a mi alrededor fue un mar oscuro, del cual saltaban pequeños peces verdes. Me encontraba en un barco, como esos de pesca, tripulado por mucha gente. Se escuchaban murmullos casi inaudibles, acompañados del zumbido constante del motor.

– “¿Abuela?”

– “Shhhhh… Que no te oiga…”

– “¿Quién?”

Y señaló a un pequeño individuo que tenía una pequeña libreta y un lápiz. Era un enano, muy corpulento para su estatura, de aspecto isleño. Llevaba el cabello trenzado a la altura de los hombros, ropa oscura, y una capa que parecía color marrón. Se volteó a mirarme, al igual que todos en aquella embarcación, y se acercó con pasos muy rápidos.

Cuando lo miré a sus ojos, eran vacíos. Eran sólo una cuenca con un brillo, o al menos, eso parecía. Alzó su mano, y desde su altura, me dio una bofetada.

– “Shhhhh… Aquí el que habla soy yo. Tu ya no tienes ese derecho.”

– “Pero, ¿quién coños es usted?”

Y otra bofetada cruzó mi rostro, pero esta vez lo abofeteé de vuelta, y como acto casi instantáneo, las manos de abuela envolvieron mi cuerpo, me acercaron al borde de la embarcación, y me lanzaron al agua.

Mientras me hundía, tragaba de aquel mar, cuyo sabor era putrefacto. No era profundo, rápidamente toqué su fondo arenoso y áspero. Abrí mis ojos, y todo era rojo, parecía un lago de vino, con sabor a muerte. En el fondo yacían miles, tal vez hasta millones de huesos. Con un impulso, nadé hacia la superficie, sólo para ver un cielo, también rojo. A lo lejos vi tierra firme, y nadé hacia ella. A medida que me acercaba, distinguí una pequeña niña sentada con sus piernas cruzadas.

– “¿Graciella?”

Ella me miró, con ojos perdidos, llorosos y deformes. Se veían mucho más pequeños de lo que son en realidad. Se veían muy pequeños para cualquier rostro.

Cuando me acerqué más, nos abrazó un manto de oscuridad. Era todo una noche sin estrellas, dónde sólo se escuchaban nuestras respiraciones. Ni aquel mar hablaba. Y repentinamente se hizo claridad, pero de la que ciega, y un trueno ensordecedor.

Aquel era un pasillo redondo y gris férreo. Se escuchaba un eco murmulleante, producto de la conversación entre cientos de cuerpos morados, desnudos y sin sexo. Sus rostros no tenían facciones, pero todos reclamaban un pedazo de Katerina.

Se acercaron, y primero comenzaron a tocarla. Luego, la tiraban de los brazos, la mordían, la llamaban por su nombre. No podía correr, no había lugar para la huida. Trataba de dar la pelea, pero sus esfuerzos eran inútiles.

Sentía las mordidas desgarrantes, y el dolor la atormentaba. Sentía el deseo de morir, pero nadie le complacía, sencillamente arrancaban pequeños trozos y los engullían, como una de esos rituales canibalísticos que nadie se atreve a mencionar.

Cuando miró a lo lejos, disinguió a su hija, sonriendo en una esquina, como disfrutando aquel perverso espectáculo.

– “¡Maldita seas! ¡Te odio! ¡Mal nacida! ¡Maldito producto de la puta violación!”

El ambiente se tornó inmóvil. Todos parecían mirarla estupefacta, y Graciella comenzó a llorar. Aquellos entes retrocedieron, lentamente, mientras la niña se acercaba. Con una expresión rábida, y de un mordisco, engulló la cabeza de su madre, sin permitirle ni un respiro de consuelo.

Su lengua acariciaba mis tobillos, mis muslos y mi placer. Mi cuerpo lloraba un río de éxtasis, al sentir el calor de su boca y sus dedos dentro de mi. Gemíamos, ella de deseo, yo por lo delicioso que se sentían aquellos besos embriagantes.

Cuando abro los ojos, se encuentra mi pequeña con sus manitas acariciando mis senos. Sentía un placer horrorosamente incorrecto. Traté de moverme, pero no podía, mi cuerpo era presa de unos amarres que no podía ver.

No hagas eso, por favor.

Pero continuaba con su juego y sus caricias, mostrándome una mirada perversa. Y descendió nuevamente a acariciarme entre mis piernas con su boca húmeda. Y me penetró, una y otra vez, no sólo con sus dedos o con su manos, sino hasta con su pequeño y delicado brazo infantil. Sentía como llenaba todo mi espacio vacío con su exploración.

Y aquel incómodo placer se fue convirtiendo en un desgarrador dolor, cuando comenzó a introducir, primero su otro brazo, luego su cabeza, y lentamente su pequeño cuerpo. Grité, fuertemente, y nuevamente me cegó ese maldito resplandor imposible.

– “Llévatela, el pulso es débil, pero respira” – conversaban unas personas enmascaradas, a quienes casi no podía discernir.

– “Chiquita, todo va a estar bien, no te preocupes. Mamá se va a mejorar.”

Mi hijita me miraba, pero yo me encontraba imposibilitada de hacer cualquier gesto o movimiento. Traté de sonreír, pero lo único que logré fue exhalar.

Y ahí estaba, robando mi atención, un destello plateado justo al lado mío. Y con lo que me restaba de fuerzas, tomé esa Colt en mi mano izquierda, la acerque a mi cabeza… Bang, repetí en mi mente, y todo se volvió gris.

La Muerte De Katerina: Día Cuatro

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El agua tibia de la ducha caía sobre su rostro, sus hombros, y descendía rápidamente sobre el contorno de su cuerpo.

Se volteó, reclinó su cabeza hacia atrás, para que su cabello se empapara con esa cascada de relajación. Con sus ojos cerrados, olía aquel vapor mojado, el mismo que empañaba el espejo, y sentía miles de alfileres líquidos hincándola, y luego deslizándose habilmente sobre su piel.

A lo lejos, escuchó el quedo abrir de una puerta. Katerina saltó de su estado somnoliente para quedar en un alerta total. Cubrió su cuerpo con una toalla, y caminó descalza hasta la baranda del pasillo, desde dónde pudo apreciar, no una puerta, sino una ventana a medio abrir.

Esas ventanas de dos alas siempre estaban cerradas. Ella no permitía que la luz ni entrara ni saliera al exterior.

De momento, sintió el peso de una mano grotesca en su hombro, y fue despojada de su toalla de baño. Katerina resbaló en su propia humedad y cayó al suelo, de espalda, golpeándose la cabeza fuertemente.

Mareada, manoteaba al azar, mientras el intruso intentaba manosearla. Con su visión borrosa, todo lo que distinguía eran unos brazos velludos y una piel muy blanca. Esos mismos brazos la levantaron del suelo y la lanzaron por las escaleras, como si fuera una muñeca de trapo.

Antes que Katerina se pudiera levantar, aquel hombre empezó a golpearle la cabeza contra el suelo, una y otra vez. La sangre fluía a borbotones. Cada golpe era acompañado por un eco metálico, el crujir de huesos rotos, y una sinfonía de exhalaciones.

Llegó el momento en que su cuerpo se rindió ante el incesante embate. Katerina no se movió más, y su visión se volvió gris.

Me sentía inmóvil, mirando hacia arriba. Podía ver en el techo un hombre semidesnudo y calvo sobre mi cuerpo. Podía ver sus manos llenas de sangre, la cual cubría la mitad de la sala. Y veía un cuerpo tirado en el suelo, inerte, con la cabeza hinchada.

Entonces me di cuenta que no estaba mirando hacia arriba, sino hacia abajo. Mi cuerpo era como una manta que arropaba el techo. Mis ojos se encontraban ahí, justo en el centro, y podía ver cada uno de los recónditos espacios de aquel pequeño salón. Ahí estaban el sofá, justo al frente, la televisión, el jarrón de la esquina, y una fina capa de polvo, la cual adornaba los destellos de luz diurna que escapaban entre las rendijas de las puertas y ventanas.

Observaba aquel hombre jugando con su muñeca de tamaño humano. Se tomó su tiempo para besar su blancura, como quien besa por primera vez el cuerpo de una mujer, saciando sus curiosidades más intrínsecas, explorando los detalles más minúsculos.

Es muy posible que si me hubiera pedido permiso para entrar a mi casa, se lo hubiera permitido. Era un hombre bastante apuesto, y me hacían falta el calor y las caricias.

Caminó hacia la cocina, buscó un trapo, y limpió la sangre de la cara de aquel cuerpo inconsciente. Luego, colocó el paño bajo su cabeza, como para que absorbiera lo que le quedaba de vida, pero ya estaba derramada sobre el suelo.

Se acercó a la cara, y lamió su ojo tuerto. Entonces, aquel ser despiadado quitó sus pantalones, y con su miembro erecto, se adueñó de aquel cadáver mustio.

Yo sólo observaba, callada, desde arriba, la actuación de aquellos actores, incapaz de intervenir, no sé si por miedo, o por puro entretenimiento.

Miré hacia arriba, y ahí estaba pintada en el techo una representación artística de mi ser. Parecía un patrón de tinta, tribal, y abstracto, trazado sobre un lienzo, pero era yo, no había duda de eso. ¡Me veía tan gigante! Parecía una obra de Miguel Ángel.

Frente a mí, había un animal devorando fiambre, una bestia adueñándose íntimamente del cuerpo muerto de una mujer. Ella, al igual que el cuadro del techo, era similar a mí, aunque contrario al dibujo del techo, la escena era una muy grotesca. Aquel monstruo aullaba, gemía, y rasgaba aquel cuerpo inerte, mientras escarbaba muy adentro de ella con su sexo.

Asqueada, volteé y corrí.

La sala era como veinte veces más grande de lo que solía ser. El sofá, donde ahora se encontraba la ropa de aquel engendro, lucía como una montaña inescalable. La televisión lucía como otro universo, donde lo único que se observaba era una inmensa tormenta de nieve contenida en un cristal mudo.

Decidí acercarme nuevamente a mi versión mórbida, que yacía entre medio del sofá y el televisor. Caminé cerca de sus brazos. Los poros asemejaban gigantes vasijas, de los cuales nacía una enredadera que se esparcía sobre toda aquella tela áspera y húmeda. Continué hasta la cabeza, donde había una cubierta metálica abierta de par en par, como la puerta de un palacio. Me deslicé entre el cabello y la sangre, y entré.

Todo aquí era pegajoso, y habían unos túneles angostos. Entré por uno, a gatas. A medida que me iba adentrando, se ensanchaba. Eventualmente, se podía caminar más o menos cómodamente, y corrí hacia una luz relampagueante al final del corredor. Era una puerta rústica de madera. Estaba entreabierta, y la empujé.

Ahí pude ver a mi madre, Amelia. Vestía una bata rosa claro, y estaba tinta en las áreas del abdomen y las piernas. Estaba también papá, quién se encontraba lloroso, arrodillado frente a una pequeña criatura morada envuelta en sangre. Con una navaja, dio un corte al cordón umbilical, separando el cuerpecito del de su madre.

– “No respira, Amelia.”

Mamá, también compungida, tomó el pequeño cadáver en sus manos, y llena de frustración, lo lanzó contra la pared. Yo observaba con la boca abierta. Y en medio de mi estupefacción, la neonata me miró fijamente a los ojos, se levantó con alguna dificultad del suelo, y caminó bípedamente hacia mí.

– “¡Katerina!”, gritaban papá y mamá a la pequeña recién nacida, quien con un semblante furioso, continuaba caminando en mi dirección.

Horrorizada y llorosa, retrocedí en el pasillo. Intenté correr, pero mis pasos eran cada vez más pesados, hasta que me alcanzó, y se abalanzó sobre mí. Me miró fijamente, y su rostro se derritió sobre el mío. Ahora observaba una pequeña calavera vacía, tranquila, inerte. La eché hacia un lado, limpié mi cara con mis manos, y continué mi escape de aquel horrendo corredor.

A medida que retrocedía, el corredor se volvía más amplio. Corrí, hasta que llegué a una ventana gigantesca de cristal. Me asomé, y podía ver a aquel endriago jadeando sobre la ventana. Se acercaba, y besaba las áreas aledañas al mirador. Creo que me encontraba dentro del ojo derecho del cuerpo violado. Veía a esta bestia inconforme tomándo su presa por la fuerza, mientras reía, lloraba, perspiraba, y la acariciaba.

Retrocedí nuevamente, buscando como salir de aquel laberinto de carne. Comencé a correr, hasta encontrarme en un lugar adornado de margaritas mustias. Repentinamente, tembló aquella gruta, y entró un falo gigantesco, el cual me golpeó y me lanzó al suelo. Y continuó entrando y saliendo, aplastando todas las flores marchitas. Buscando donde agarrarme, vi una cuerda fina, y la agarré, hasta que aquella verga gigante detuvo su embestida, y solo reposó ahí, inmóvil.

Sin pensarlo dos veces, indignada, triste y adolorida, tomé la fina hebra y comencé a serrucharle el glande a aquel monstruoso animal ciclópeo. Y aquella cuerda cortó aquella carne como si fuera mantequilla, como un bisturí quirúrgico, tan rápido que en un abrir y cerrar de ojos, y antes que el gigante dueño de aquella arma se diera cuenta, la cueva estaba parcialmente inundada con su sangre y su venida, y aquel miembro había quedado despegado de su cuerpo dueño.

Traté de escapar aquel espeso mar rojo que amenazaba con ahogarme. Corrí, dejando atrás aquel gusano flácido y acéfalo, y avancé hacia la luz, hacia afuera.

Miré al frente, y vi a aquel criminal en una esquina, sujetando lo que quedaba de su pene, lanzando alaridos al aire. Miré hacia arriba, y estaba mi silueta sonriendo en el techo, y sosteniendo unos hilos dorados, que estaban amarrados a las manos y piernas de la Katerina muerta. Aquel cadáver, convertido en marioneta, se levantó lentamente del suelo, mientras yo miraba, estupefacta. Y en medio de mi estupidez, me agarró, levantó la tapa de titanio de su cráneo, me lanzó nuevamente junto a su materia gris, y todo se volvió oscuridad.

Katerina miraba desde arriba, jugando con aquel cuerpo amarionetado. Descendió un poco, le besó en la frente, y de ser silueta, se volvió polvo. La difunta cayó inerte al suelo, como si estuviera durmiendo, pero helada y sin aliento.

Me levanté del suelo adolorida, y subí las escaleras hacia el baño. Abrí la llave de agua, y me enjuagué bajo la ducha. Observaba como el agua se tornaba marrón en el suelo blanco de la bañera.

Cerré los ojos buscando algo de paz, y el silencio era sobrecogedor, hasta que sentí una corriente eléctrica que me hizo saltar. ¡Y otra, y otra vez!

Abrí los ojos, y ahí estaban mi vecina, varios policías, y lo que aparentaba ser ayuda médica. Los paramédicos me tomaban el pulso, y retiraban los desfibriladores. Una careta con oxígeno cubría mi rostro.

– “¿Me escucha?”

Desorientada, pude voltear mi cabeza, y vi un hombre semidesnudo tirado en el suelo, y rodeado por un charco de tinta hediente.

Sentía mucho frío. Me encontraba casi desnuda, sólo con un fino y áspero pedazo de tela calentándome.

No pude evitar pensar que las divinidades disfrutan este juego cruel de matarme y resucitarme, como un Cristo maldito. Esta vez sí creí que moriría, pero, aparentemente, la muerte para mi cuerpo no es una opción, aunque cierto es que creo que llevo el alma difunta desde que nací.

La Muerte De Katerina: Día Tres

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Podía sentir el viento de la carretera sacudiendo su cabello. Noventa y cinco millas por horas marcaba la manecilla del reloj. El indicador de adrenalina iba ascendiendo, y la medida era la comisura de su boca. A veces se escapaban carcajadas. El zumbido inapaciguable de las gomas la hacía invencible. Por su ventana izquierda entraba el olor a mar, por la derecha, el olor a montaña y piedra.

La llegada de la curva en aquella estrecha carretera fue anunciada por unas trompetas. Se escuchaban a lo lejos, pero se acercaban rápidamente. Ciento diez millas por hora marcaban su sonrisa ahora.

En un parpadeo auditivo, las trompetas retumbaban en su cabeza, y sus manos temblaron. Con un súbito giro del volante, aquel Célica del noventa y ocho voló sobre la valla a su izquierda, como un bólido de cobalto, al mismo tiempo que aquel coloso metálico lo golpeó mientras estaba en el aire, sacudiendo la pequeña nave de hojalata, y a Katerina dentro de ella.

Sus oídos fueron colmados de un estremecedor silencio, y su piel se hizo húmeda con el llanto de las nubes, quienes ahora volaban rápidamente alrededor de su cuerpo.

Todo lo que me rodeaba estaba pintado con un cielo azul afónico. Yo caía, y veía como la desnudez de mi cuerpo era besada por pequeñas aves y tiernas nubes de algodón. No podía controlar mis carcajadas, las cuales huían mudas de mis labios.

Mi caída era fría, y frotaba mi piel intentando calentarme. Con cada caricia, las láminas que revestían mis músculos se desprendían, como débiles pétalos de una margarita moribunda. A medida que caíamos todos, mis pétalos y mi cuerpo, se iba revelando una piel blanca, como rabo de estrella. Aquellos pajarillos, que antes revoloteaban a mi alrededor, ahora devoraban mi dermis, la arrancaban furiosos, y de mi boca escapaban alaridos sordos.

Traté de balancear mi cuerpo, ahora sin piel, y cuando levanté mis brazos, me sentí ave. No, ave no, pero si volaba. Estaba planeando en las corrientes del viento. Miré mis manos, y eran ahora unas garras blancas y peludas, como las de una rata de laboratorio. Mis dedos se encontraban unidos mediante una fina y ligera membrana quiróptera. La claridad de las nubes me cegaba, y sólo me dejaba llevar por los sonidos de aquellas montañas, que aunque eran invisibles, me gritaban como quien quisiera ser vista.

Deslizarse sobre estas corrientes de aire era una experiencia inigualable. Sentí el olor a sal del océano, descendí a saborearlo, y pude ver mis ojos rojos jugando con el vaivén de las olas. Cuando casi podía sentir su humedad en mi boca, perdí el control, caí y me hundí rápidamente.

A medida que me hundía, esa agua quemaba mi piel, como el azufre de un volcán. Podía verlo todo mejor ahora, en estas aguas tenues, y, al mirar mis manos, estaban negras y llenas de escamas. Miré mi cuerpo, y se había tornado como marrón o verde, no estoy segura. Mi piel se sentía ahora gruesa, y, contrario a lo que pensaba, podía respirar bajo esa agua, igual que antes, como cuando mi cuerpo nadaba en las alas del viento.

Todo era bastante oscuro, aunque no me sentía desorientada. El sabor a sal era satisfactor, y la corriente jugaba conmigo, como quien quisiera demostrarme quien era más fuerte. Dentro de la penumbra que habitaba aquella profundidad, era perceptible su majestuosidad y su expansiva infinidad. No importaba hacia donde me desplazara, ahí estaba la Mar, llorando mi regreso a sus entrañas.

Realmente no sabía hacia dónde ir, los colores de los corales me divertían, y los pequeños cangrejos huían despavoridos cuando me les acercaba.

Decidí que estaba alejándome mucho de mi punto de origen, y que realmente me encontraba perdida. Me volteé a intentar retomar mi antigua senda, cuando vi un animal gigantesco, y de un respiro, me engulló.

Katerina iba dando saltos en su espalda dentro de la boca del cetáceo, esquivando sus dientes, hasta que llegó a un punto donde sencillamente resbaló a un vacío impregnado por un olor fétido, y lleno de otros trozos de materia que no podía descifrar. Intentaba agarrarse con sus dientes y sus pequeñas aletas, hasta que logró detener su descenso. Estaba colgada de algún lugar, pero muchos objetos a medio masticar, y grandes cantidades de agua y musgo la forzaron a continuar su recorrido por el cuerpo del animal. Sin pensando más, mordió, pero con una fuerza que sólo el instinto de supervivencia puede hacer posible posible.

Casi instantáneamente, se sintió envuelta en una maraña inexplicable y babosa, y fue disparada explosivamente a través de una especie de espiráculo índigo. Se sintió mareada, y cayó sobre un suelo suave y arenoso, el cual vistió su piel de dorado.

Me sentía un poco aturdida. Estaba desnuda, sucia, y sentía mis ojos muy cansados. Casi no los podía abrir. Cuando estaba prácticamente al borde de la inconsciencia, me sentí levantada del suelo. Entre mis pestañas divisé un hombre de piel color aceituna, irrealmente exquisito a la vista. Sus fuertes brazos me sostenían, de manera tal que mi alma no fuera a escapar de mi cuerpo, o al menos, esa impresión tuve.

Enjuagó mi cuerpo en el agua cristalina de aquella playa, limpiando mi revestimiento de arena, y dejando al descubierto mis senos rosados y mi suave pubis, el cual comenzaba a llorar ante semejante acto de sensualidad. Se acercó a mí, y me besó. Sus labios eran fríos, pero el interior de su boca era cálida, y su lengua, suave como terciopelo. Sus manos eran fuertes, y acariciaban mi cuerpo con la destreza de un pianista centenario. Mi cuerpo era esclavo de su voluntad, era inmóvil. Sólo mi pecho saltaba con mis interrumpidos jadeos.

Entonces logré componerme y levantar la vista. Pude apreciar su cuerpo desnudo, escamoso en las piernas y la cintura, como un tritón. Llevaba una corona de algas entrelazada con su cabellera. Todo era verde, marrón, con tonalidades cobrizas. Era como mirar una estatua, pero respiraba, y acariciaba mi contorno con su lengua.

Mi cuerpo se estremecía con cada una de sus caricias, con su sexo dentro de mí, con sus besos en mi cuello, y sus manos derritiéndose sobre mis senos. Esta vez, el silencio no pudo vencer mis pulmones, y mis gemidos estremecieron la fibra misma de mi alma.

Mis lamentos se volvieron agua, mi cuerpo se volvió frío, como la muerte. Mi respiración desapareció súbitamente, pero mi cuerpo seguía sacudiéndose en un fluir inconsciente extático. Mi corazón estaba envuelto en un escalofrío, y la boca que me devoraba hacía unos microsegundos, ya no lo hacía.

– “¡Señorita!”, exclamaba una voz, cuyo aliento podía saborear en su boca.

Entonces recordó aquel camión, y el zumbido de las ruedas de su automóvil.

– “Creía que no lo lograría, pero la salvé”, decía agitado aquel desconocido. “Su carro está en el fondo del agua, pero pude sacarla. ¿Cómo se siente?”

Katerina comenzó a gritar como loca, y perdió el conocimiento. El joven la dejó tendida en el suelo, tomó su teléfono celular, y marcó “9-1-1”.

He muerto muchas veces. Esta es la tercera, aunque siento que he muerto mil.

Mi cuerpo lleva las cicatrices de mis batallas inertes. Mis sueños llevan las cicatrices de mis gemidos.

A veces me siento volando, otras devorada, pero igual me da. Mañana será otro, y yo sigo aquí, lamentablemente viva y perdida en este laberinto maldito que me cavila, y planifica día a día como llevarme a la tumba fría por un rato, y devolverme, solo por joder mi existencia.

La Muerte De Katerina: Día Dos

Ver el “Día Uno”…

“Háblale.”

“No, háblale tú, que estás cerca de su oído.”

“Katerina” – susurraba – “¡Tan grande y tan pálida! ¡Tan gris!”

Con un giro de su cabeza, una de las diminutas arañas cayó al suelo, mientras la otra se aferró fuertemente a su oreja. Con un poco de impulso, entró en su oído.

Ahora su voz era estruendosa: “Ahora soy parte de tu pensar. ¡Me tienes atrapado en esta mugre! ¡Seré parte de tu carne y de tu cerebro hasta que mueras!”

Desesperada, Katerina tomó unas tijeras, y comenzó a rascarse violentamente los oídos y la cabeza. Sangre se disparó explosivamente, y un alarido escapó sus labios.

Ahora, la voz reía maniacamente: “¡Puta gris, llegué para quedarme!”

Sin poder aguantar más, corrió desde su baño hasta su cuarto en el segundo piso, y de un salto atravesó aquella ventana de cristal que una vez sirvió de marco para su cuerpo colgado.

Escuchaba los gritos en su interior, pero también sentía la brisa abofeteando su rostro.

Súbitamente, la yerba fresca acariciaba su cuerpo, y las voces eran ahora mudas.

Cuando abrí los ojos, vi unos pájaros negros volar justo frente a mis ojos, tan cerca, que parecía que se iban a enredar en mis largas pestañas. Traté de alcanzar uno con mis manos, pero desapareció entre mis dedos.

Me levanté, y pude admirar aquellas flores extrañísimas que vestían el patio de mi casa, las cuales hacían cosquillas en mis pies. Eran pequeñitas, negras, y con su centro rojo. Caminé sobre ellas, alrededor de una casa muy similar a la mía, pero no creo que lo fuera, porque esta era vieja y descolorida. Además, mi casa tenía tejas color ladrillo brillante, y las que veo tienen el color de la sangre seca. Decidí alejarme un poco, porque su olor a humedad me daba náuseas.

Más adelante, pude divisar un cuerpo inerte en el piso. Tenía un parecido conmigo, pero no era yo, pues yo estaba aquí. Era como una reflexión de espejo, pero inmóvil, y con su cara cubierta de sangre, vidrios y astillas. Había unas tijeras que salían de un ojo.

Di media vuelta, y cerré los ojos. Podía escuchar el zumbido del viento, y sentirlo en mi rostro. Podía saborear la grama fresca. No era ni de noche ni de día, no veía ni sol ni luna: era todo una tétrica penumbra. Poco a poco se iba aclarando mi memoria. Debo estar muerta, pero es tan distinto a la primera vez que lo estuve. La magia había sido reemplazada por un aroma a miedo.

A lo lejos, divisé una pequeña cueva, hacia la cual me dirigí.

La entrada estaba cubierta por un musgo marrón, como espumoso. Se escuchaba un eco reconfortante en su interior, así es que entré. Creo que escuchaba música. No, eran pequeños gemidos melodiosos. Eran voces que exhalaban el placer de la carne. Me percaté que esta profundidad húmeda tenía un olor a mar, un aroma sexual.

A medida que me iba adentrando en la cueva, el olor se intensificaba, y los gemidos se escuchaban más fuertes, y poco a poco mi cuerpo enloquecía. Sentía el placer extraño de quién hace travesuras y es observado secretamente. Me recosté de una pared y me deslicé hasta su suave suelo. Acaricié mis senos, pellizcando mis pezones. Aquel olor acariciaba mi cintura y mis muslos. Con mis manos, exploraba los menudos vellos que rodeaban mis entremuslos, y acariciaba aquel pequeño pedacito de carne que iba cobrando rigidez. Mis suaves gemidos hacían compañía a la musicalidad de aquella gruta. Mi cuerpo se encontraba húmedo con perspiración y lujuria.

Sentía unas manos invisibles haciéndome el amor, inundando mi boca con su éctasis, y acariciando mi cuello con su lengua. Junto a las naturales contracciones orgásmicas en mi vientre, sentí algo moverse, justo ahí adentro. Súbitamente, mi placer se convirtió en una desgarradora agonía. Unas patas antropoideas salían del núcleo de mi placer, rompiéndome, como un parto, pero no uno humano. Fatigada pude observar como una gigantesca araña cubierta de sangre huía de mi cuerpo, caminando por las paredes de aquella tenue cueva. Aquel horrendo animal cruzó un enorme acantilado, hasta llegar al otro lado.

A medida que la araña se alejaba, dejaba atrás, como rastro, un fino hilo sedoso, que formaba un puente entre ambos lados del vacío.

Perseguí con mis ojos aquella tela sedosa, hasta llegar a su origen, donde se cruzaron nuestras miradas. Ella reía burlonamente, y repetía: “Eres gris. Ayer eras gris. Aún adentro de tus oídos mugrientos, sigues gris, como ceniza de cigarrillos, como el polvo de tus huesos.”

Me armé de valor, y decidí cruzar aquel fino puente para confrontar aquel maldito ser, que me atormentaba, y que es responsable de estos vidrios que visten mi rostro.

Luego de caminar dos o tres pasos, me encontraba frente a ella. Con sus mil ojos, y conservando una postura estatuesca, me observaba, y con un inesperado movimiento, devoró mi piel. Mi alma huyó despavorida, buscando refugio en las sombras más oscuras de la cueva. Era yo ahora un músculo vacío, frío, y rígido.

Sin poder contenerme, caí al suelo, temblorosa.

Aquella bestia se acercaba, al parecer, a concluir lo que había comenzado, y así lo hizo. Arrancó primero una de mis piernas, luego devoró los dedos de mis manos, y luego, el resto, de un solo golpe.

Sobre aquella oscuridad que digería lentamente a Katerina, se observó una luz. Dos, tres, más rayos de luz, como dedos, o como un cuchillo, entrando por el vientre de la araña. Ella pudo ver su rostro reflejado en aquella luminosidad. Era ella misma, su alma que había salido de su escondite.

Poco a poco, se fue volviendo tenue la luz, y el espacio se iba encogiendo.

Sentía al monstruo encogiéndose a mi alrededor, y lentamente, su piel se convertía en la mía. Ahora, no hay más araña, lo que queda es un pellejo gris sobre mi luz.

Me sentía libre, aunque presa en aquella cueva, cuyo puente sedoso había quedado destruido.

También sentía el suelo caer a mi alrededor. Y yo me derrumbé, también, junto a la cueva.

La luz entró a través de uno de sus párpados, y junto a ella, un fuerte dolor en todo el cuerpo. Saboreaba sangre, madera y cristal, y escuchaba voces acercándose, junto al llorar de una ambulancia.

Una vecina la agarraba fuertemente de la mano.

“Ya viene ayuda, Kathy, no te preocupes.”

Y ella sonrió. Había muerto por segunda vez, y ahí estaba, de regreso a su cotidianidad, su gris, al igual que ayer. Su respiración era débil, y estaba segura que, lamentablemente, todo estaría bien.

La Muerte De Katerina

Katerina se encontraba al borde de su cama, al igual que hacía diariamente en las mañanas y en las noches, antes de dormir. A veces pintaba sus uñas, otras, si iba a lucir una falta corta, pasaba lociones sobre sus piernas. Hoy sus manos modelaban una lánguida soga sintética entre sus dedos.

Escuchaba una dulce voz, dando gritos dentro de su cabeza.

“No tienes nada que perder. Hazlo. Anda y hazlo.”

“Siénteme acariciar tu cuerpo, tus manos, tus senos, tu cuello. Déjame mezclarme con tu alma, abrazar tu vida tan fuertemente, que no vas a querer dejarme atrás.”

Había terminado su relación con su novio hacía meses, sus padres habían fallecido, y su trabajo era demasiado monótono y poco aventurero.

“Hazlo, anda” – repetía, junto al eco sordo en su interior.

Llevaba planificando ese día por meses. Había nombrado a la cuerda “Génesis”, y había previsto donde tendería su cuerpo: debía hacerlo frente a la ventana, porque quería que su último acto fuera dramático.

Sin pensarlo mucho más, se acerco a la ventana, se paro en una silla, ató un extremo de la soga del riel de las cortinas, envolvió el otro alrededor de su cuello, cerró sus ojos, y dejó caer su cuerpo al vacio, acompañado por un redoble hueco, como el murmullo de la caída del mueble.

Todo se veía nublado, oscuro. Veía formas las cuales no reconocía. Sentía el desasosiego típico provocado por la falta de compañía dentro de la oscuridad total.

A medida que mi vista se iba aclarando, pude identificar una luciérnaga, que navegó a través de mis manos sin el más mínimo esfuerzo. Mi cuerpo era translúcido, pero era ente, aunque se deslizaba con la brisa de aquel oscuro lugar. Aunque realmente no podía asegurar la oscuridad, porque no distinguía luz, pero mi visión era perfecta. Yo era una con aquellas tinieblas. Mis ojos eran pequeñas lentejuelas, y los menudos vellos de mis brazos, pequeñas algas luminosas.

Escuchaba unos quejidos a lo lejos. Creo que puedo casi ver la voz, y palpar el llanto. El llanto era copioso y la voz era roja.

Este lugar era tan inverosímil… Me conmovía y me confortaba, me aturdía, aunque nunca me sentí tan viva, tan despierta. Mi respiración se sentía fría, pero real.

Mis brazos se alargaban, y podía beber con ellos el vino que se encontraba en aquel pozo. Bebí por horas sin embriagarme. Sentía insectos bajo mi piel, veía unas cucarachas comiendo las uñas de mis pies.

Entonces, recordé, y toqué mi cuello. Tenía unas raíces que se entrelazaban desde mi cintura, por dentro de mi pecho, y salían por mi boca. Me ahorcaban, desde adentro, mi respiración ya no era fría – era ahora inexistente. Pero Génesis me inspiraba tranquilidad. Mientras fuera ella quien se entretejía con mi cabello, todo estaría bien.

Nunca había visto sus ojos verde brillantes, ni me había percatado de su cabellera rubia, suave, delicada, pero con la fuerza de dioses. Génesis lamía mis lágrimas, las cuales no me había percatado que fluían incesantemente. Me mordía también, suavemente, los lóbulos de las orejas.

Pero había alguien más ahí, alguien que quería robarme ese mundo de sombras embriagantes. A lo lejos, veía sus manos grises acercándose. Desesperé, e intenté correr, pero las manos me alcanzaron, y comenzaron a despedazar mi carne.

En un último intento, y con mi última piel, suspiré, y me deje caer del viento.

“¿Qué ocurrió?”

“Te encontramos en el suelo. ¿Estás bien?”

“Si, me duele el cuello. Déjame pararme…”

“No te muevas, que aquí están los paramédicos. ¡Estás loca!”

Las voces se iban desvaneciendo poco a poco, la luz era tenue, y el sueño aplastaba mis párpados.

Hoy me encuentro al borde de mi cama. Génesis no me acompaña hoy, pero la extraño, y extrañamente la deseo.

Cierro mis ojos, y puedo sentir las voces mudas acariciando mi cráneo, desde adentro. Se siente como un déjà vu – debe ser una segunda oportunidad. Sólo quiero nadar en el viento, para siempre gigante en mi oscuridad.